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¿En qué momento una democracia deja de serlo?

25 septiembre de 2016

Venezuela y Brasil ponen en cuestión visiones encontradas sobre la naturaleza de los sistemas democráticos.

¿Es democrático el gobierno venezolano, que reprime, encarcela y persigue a los opositores y se respalda cada vez más en los militares? ¿Hay democracia en Nicaragua, donde el presidente Daniel Ortega allanó el camino hacia su reelección indefinida, borró del mapa a la oposición y nombró a su esposa, Rosario Murillo, como candidata a la vicepresidencia, en la más pura tradición dinástica que encarnó la dictadura de los Somoza durante 45 años?

¿Ha dejado de ser una democracia Brasil, luego de la destitución de la presidenta Dilma Rousseff por el impeachment parlamentario? ¿Puede llamarse democrático el régimen político mexicano, que tolera violaciones a los derechos humanos propias de una dictadura criminal? ¿Corre riesgo la democracia en América Latina, no ya por la acción abiertamente antidemocrática de militares y grupos armados sino por las tensiones políticas e institucionales que generan las disputas entre sus actores principales?

Esta es la paradoja del actual momento regional: las democracias en América Latina, desde el punto de vista de su vigencia, están más vivas que nunca: soportan arrebatos autoritarios, desigualdades exasperantes, corrupciones flagrantes, desmanejos escandalosos, fracasos estrepitosos y estafas descomunales. Y siguen en pie; resisten y funcionan las instituciones y prácticas, pese a todo. Y cuando no lo hacen, la gente sale a la calle y le pone un freno al atropello. Hay alternancia en el poder y recambio pacífico de gobernantes.

Sin embargo, al mismo tiempo, las democracias están atravesando momentos delicados. Guillermo O' Donnell dejó textos memorables sobre los riesgos de una “muerte lenta” e insidiosa, por la persistencia de poderosos reductos autoritarios y por el comportamiento conformista de su clase política “tanto en quienes están satisfechos con esta democracia truncada como en sus críticos, como si dieran por sentado que al menos seguiremos teniendo esta pobre democracia”. El último informe del Latinobarómetro muestra la vigencia de aquel diagnóstico de hace más de una década: el respaldo a la democracia bajó del 56% al 54% en la región y los que contestan que les es “indiferente” si hay o no un régimen democrático crecieron del 20% al 23%. Compensa este dato que los apoyos a un “régimen autoritario” o añoran dictaduras tampoco han crecido: bajan ligeramente del 16% al 15%.

En el corazón de esta crisis está la brecha cada vez más ancha que separa las aspiraciones del pueblo de la capacidad de las instituciones políticas para responder a las demandas de la sociedad. Siempre lúcido, el ex presidente Fernando H. Cardoso lo planteó en estos términos: “Es una de las ironías de nuestra era que ese déficit de confianza en las instituciones políticas conviva con el surgimiento de ciudadanos capaces de tomar las decisiones que definen su vida e influyen en el futuro de sus sociedades”.

Venezuela y Brasil definen los dos casos emblemáticos de estas erosiones/convulsiones en curso. La crisis venezolana se dirime entre la guerra civil latente y el referéndum revocatorio; no un llamado al golpe de Estado, la revolución o la lucha armada. Se viene alertando sobre despidos de empleados públicos y persecución de disidentes, torturas, y detenciones arbitrarias, sumado a la bancarrota económica y la crisis humanitaria que afecta al país, incluida la gravísima escasez de alimentos y medicinas.

Precisamente para enfrentar situaciones de esta naturaleza existe una herramienta regional: podría echarse mano a la Carta Democrática, cuyo proceso, promovido por el secretario general de la OEA, Luis Almagro, se encuentra en curso. La fiscalización multilateral con ese instrumento podría ser la más indicada para determinar si se está alcanzando el propósito colectivo de proteger la democracia y los derechos humanos en Venezuela y encarrilar una salida pacífica, pero hasta ahora se encuentra bloqueada.

En Brasil, la destitución de Dilma Rousseff estuvo plagada de cuestionamientos y manchada por los antecedentes de quienes la impulsaron, dejando una sucesión con la legitimidad cuestionada. Tomando por cierto el alegato de Lula y Dilma, las fuerzas de la derecha que en otros tiempos hubieran impulsado el derrocamiento de un gobierno de izquierda, han jugado dentro de la legalidad constitucional. Los tiempos han cambiado y si bien la caída del gobierno del PT afecta a todo el sistema político, la democracia brasileña mostró su capacidad de resiliencia: ante la parálisis del “motor” presidencial, activó el “motor” parlamentario. Como escribió Rudá Ricci, politólogo y director del Instituto Cultiva: “La derecha que hoy celebra la caída de Rousseff va a ser rechazada otra vez, por una razón muy simple. Brasil es un país rico donde la mayoría de la población es pobre. No hay política liberal que sostenga esta matemática. De esta forma, la izquierda, que hoy se ve acosada, volverá en 2018”, cuando se celebren nuevas elecciones presidenciales.

En definitiva, la democracia no es sólo un sistema electoral o un gobierno surgido de elecciones libres y garantizadas, ni deja de serlo cuando un gobierno lleva adelante políticas que consideramos nocivas u ofensivas para las mayorías. La mezcla de concepciones “minimalistas” y “maximalistas” de la democracia enturbia la lectura de los más explosivos cócteles que hoy proliferan en nuestros países. No estamos exentos en Argentina de estas argumentaciones, cuando se le quita legitimidad democrática al gobierno de Macri con el sencillo expediente de que representa “a las fuerzas de la derecha” o implementa “políticas antipopulares”. Las democracias serán, al fin y al cabo, lo que sus principales líderes, actores y fuerzas sociales y políticas quieran que sean, estén en el gobierno o en la oposición. Ahora, no hay nadie “fuera del plato”.

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