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Se quieren, no se quieren: Estado y pensamiento conservador en la Argentina

31 mayo de 2012

Los conservadores a veces quieren y necesitan al Estado, pero en otras ocasiones no.

En la Argentina el conservadurismo tiene una relación ambivalente respecto al rol del Estado. Desentrañarla no implica hacer un juicio de valor. No es ese el objetivo. Sólo intento dilucidar una relación de un sector considerable de la ciudadanía frente a la acción de un Estado que hoy tiene un predominio indiscutible en la vida cotidiana.

El conservadurismo es un término tan rico en acepciones como peligroso en estigmatizaciones. Ya Clinton Rossiter señalaba ese riesgo desde dentro del propio pensamiento conservador, al que definía como un temor al cambio de valores tradicionales. Desde este pensamiento, los cambios transformadores son enemigos de un statu quo que, en más o en menos, representa un liderazgo de unos por sobre otros desde un orden moral superior.

Expresa también una aceptación resignada de la desigualdad humana. Norberto Bobbio definía a la derecha sosteniendo que ésta entiende que las igualdades son ineliminables. Es decir, hay diversidad. En cambio, la izquierda piensa en acciones que hagan más iguales que desiguales a las personas. Siendo realistas, ni la izquierda plantea que los hombres deban ser iguales en todo, ni la derecha propugna por más y más desigualdad.

En todo caso, esta última plantea que muchas veces la compensación o la subsidiariedad son caminos para sostener una diferencia ya dada sin romper el orden. Claves para este sector son las tradiciones, los símbolos y el apego a la Historia. Desde ahí construye su legitimidad. Es decisivo el papel de la propiedad privada para lograr la libertad personal.

Orlando D'Adamo y Virginia Beadoux han investigado y comprobado en estudios pasados que aproximadamente nueve de cada diez individuos de izquierda considera fundamental defender derechos de minorías, mientras que menos de la mitad de quienes se posicionaron como de derecha acordaron con esa idea. Los postulados abstractos se vuelven concretos. Pero el conservadurismo no necesariamente es sinónimo de derecha. Puede incluirla íntegramente, pero en ocasiones puede rebasarla.

Diferentes estudios dan cuenta de que entre el 21% al 29% del electorado argentino se autodefine de derecha o centroderecha. Más de la mitad no responde a esta pregunta. Si se proyectara sobre los que no responden, el tercio podría llegar a 40% del total, aproximadamente. Pero tan ambiguo como el conservadurismo es su opuesto: el progresismo. La amplitud y los límites de uno u otro son variables, no estancos y con una imbricación compleja. Cuando se amplía o restringe uno, lo hace siempre a costa del otro. Y muchas veces, en determinadas políticas, el conservadurismo puede solaparse en temas con el progresismo, y a la inversa.

En esa dinámica, también aparece su posición respecto del Estado. El conservadurismo, políticamente, se fía mucho del equilibrio que permiten (o permitirían) las instituciones, a las que considera un modo de atenuar el riesgo de gobiernos que pudiesen representar a mayorías. Así, muchas veces un Estado grande es sinónimo de instituciones que puedan protegerlo. Pero no siempre ni en todo. Silvina Brussino y otros colegas, tras investigaciones en Córdoba, advierten de dos categorías del conservadurismo: un “conservadurismo represivo nacionalista”, que percibe amenazas referidas a cuestiones como la seguridad, drogas y respeto a símbolos nacionales, entre otros, y un “conservadurismo sexual religioso”, que ve amenazado un modelo tradicional de familia y sexualidad, tanto como la primacía de la religiosidad en instancias públicas.

Ambos sectores del pensamiento conservador ven amenazados sus estilos de vida y sus sistemas valorativos pero, frente al Estado, no es sencilla su posición. La no injerencia de aquel en materia de promoción de políticas de sexualidad implica un Estado garante y mínimo. Pero frente a la iniciativa de control del Estado en instancias de seguridad, y como garantía de ella, se piensa en un Estado máximo. No es muy diferente cuando el conservadurismo mira al Estado desde lo economía. Desde fines de los '80, buena parte del mundo adscribió a una concepción neoutilitarista diferente a la visión neoclásica tradicional del Estado como árbitro neutral.

La diferencia está en que, como sostiene Peter Evans, se reintroduce la política, aunque para transferirla hacia actores de la economía. En la vieja concepción, el Estado no hacía política. En la otra, la hacía para transferir responsabilidades a privados. Eso ha mutado. Actualmente entre el 70% y 80% de los argentinos afirma que el Estado debe intervenir para regular la economía de un país y, además, que debe intervenir bastante. Que los fondos que antes administraban los privados a través de las AFJP sean administrados por el Estado, está cerca del 65% de conformidad. Importan estos números por su contundencia, pero más importan porque demuestran que en esos registros hay muchos sectores conservadores que apoyan la expansión del Estado en la economía.

No es casual que la valoración de la expropiación de YPF haya rozado el 90% en varias provincias (preferentemente patagónicas y cuyanas). Tras esta postura, no existe el deseo de que a las empresas les vaya mal. Sí, en cambio, la intención de que el Estado intervenga para regular, redistribuir y para corregir distorsiones del mercado, especialmente en contextos de fuertes desigualdades. Es obvio afirmar que la percepción sobre el Estado ha ido mutando de década en década en nuestro país. Cada uno juzgará lo bueno o malo de ese hecho.

Lo cierto es que la posición del conservadurismo respecto del Estado es ambivalente, tanto como cambiante. Algunas veces se quieren y se necesitan. Otras veces, no.

(De la edición impresa)

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