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Oligocracia versus Burogarquía

12 noviembre de 2012

La radicalización discursiva intoxica la convivencia democrática.

En su “vamos por todo”, el kirchnerismo se supera a sí mismo reescribiendo el pasado y reinventando la Historia. Han dado un paso más y desde las tribunas de la prensa oficialista se señala que lo que empezó en el 2003 con el gobierno de Néstor Kirchner no fue sólo el mejor gobierno desde la recuperación de la democracia sino? la democracia misma, porque “no fueron democráticos los gobiernos de Alfonsín, Menem, De la Rúa y Duhalde”. La democracia, se ha escrito en estos días, “no volvió en 1983: volvió con él” (Federico Bernal, Tiempo Argentino, 28/10).

La descabellada idea se inscribe en una interpretación más amplia por demás transitada, simplista, maniquea y bastante caprichosa, que fue llamativamente expuesta por el juez Eugenio Zaffaroni: “La Historia argentina, dijo el ministro de la Corte, se resume en la puja entre dos modelos de país: mercantil-portuario contra un productivismo mediterráneo; federales contra unitarios o liberales contra un movimiento nacional y popular” (Página 12, 31/10).

Los seguidores de Ernesto Laclau, devenido en el filósofo político de cabecera del kirchnerismo, le agregan que la Argentina ha oscilado en el transcurso de su Historia entre gobiernos reaccionarios y gobiernos populistas. Los primeros, conformados por las clases dominantes vinculadas con un modelo semicolonial. Los segundos, representados por el peronismo, que estableció un modelo de diversificación económica e industrialización con justicia social. Siguiendo con esa simplificación, entre 1976 y la asunción de Néstor Kirchner, tanto la última dictadura como los gobiernos surgidos del voto popular fueron todos exponentes de esa Argentina semicolonial que, siguiendo las lecturas del maestro Laclau, “traicionaron al pueblo al no cumplir las funciones para las que fueron designados”. No fueron democráticos porque actuaron sin responder a los intereses de las mayorías. Y al fin y al cabo, como plantea el mismo Bernal en el artículo, “la democracia es popular, nacional y latinoamericanista, o no es”.

Obsérvese aquí la trampa encubierta en una caracterización instrumental y subordinada de la democracia que relativiza al mismo tiempo el carácter por naturaleza antidemocrático de un régimen autoritario: lo importante y decisivo no es si un gobierno es democrático o autoritario, lo importante es si responde a lo que esta visión antiliberal interpreta como “los intereses nacionales y populares”. Pero si no fueron democráticos los gobiernos radicales y peronistas que precedieron a la llegada del estadista revolucionario que fue NK, ¿cómo llamarlos?

Los artífices de esta “edificación de un lenguaje afín al proyecto nacional” (así lo llaman) encuentran una definición: se habría tratado de “gobiernos oligocráticos”, cuya autoridad o poder fueron ejercidos por una oligarquía política y económica en contra de las grandes mayorías. Esto es lo que habría cambiando radicalmente a partir de 2003 cuando no sólo se recuperó la política como herramienta de transformación social, colocándola por encima de la economía, sino que además “se nacionalizaron y socializaron las históricas y postergadas demandas democráticas del pueblo argentino, antagonizándolas simultáneamente de cara a los preceptos culturales, políticos y económicos del neoliberalismo doméstico. Néstor Kirchner elevó al pueblo como categoría política y económica” (Bernal, op.cit.).

Pero, como enseña el mismo Laclau, “el pueblo” es una abstracción; un significante vacío sobre el que se libra la batalla políticocultural. Se construye a partir de una lucha cuyo resultado es la encarnación en un sujeto social que es enunciado y reconocido desde el poder. Hay sólo un movimiento ?con su equipo de funcionarios y militantes? que está dotado de aptitudes para hacerlo y sólo un proyecto nacional en curso, lo demás representa al pasado, el fracaso o a los intereses antinacionales. Si aquel tipo de democracia que respondía al modelo liberal es redefinida como “oligocracia”, ¿cómo llamar, entonces, a este otro tipo de democracia populista, la única que reconocen estas visiones como genuina?

Acaso se trate de algo parecido a una “burogarquía”, en la que quienes ejercen la conducción del Estado en nombre del pueblo, deciden y administran los recursos y resortes estratégicos de la economía y la sociedad según ellos entiendan que sea lo que más convenga a los intereses nacionales populares. Todo control, restricción u oposición a esa actuación burogárquica será entendida como guiada por intereses corporativos, espurios o antinacionales. Ejemplo de ello es la ofensiva del Ejecutivo sobre el Poder Judicial en las últimas semanas. En este clima de radicalización discursiva que encuentra su contraparte simétrica en las alusiones a “la dictadura kirchnerista” que se dejan oír en las redes sociales, no pueden resultar extemporáneas manifestaciones como la del diputado Andrés Larroque calificando a la oposición de zombis, narcosocialistas y títeres, o de la diputada Diana Conti exaltando la continuidad ad eternum de Cristina frente a la “alternancia boba”.

Para ellos, se está con el proyecto nacional y popular o se está con los intereses antinacionales y antipopulares. Ya no es una disputa entre dos maneras de entender la democracia que pueda dirimirse en el terreno del debate intelectual, parlamentario o mediático con la condición de que no exista imposición de una visión sobre la otra sino una coexistencia entre ambas. Aquí hay una visión que se arroga la legitimidad de las mayorías como propia y cuestiona la entidad de las minorías. Es una lástima. Con la mascarada de defender y profundizar la democracia se están estropeando sus formas y degradando sus contenidos sin medir las consecuencias.

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