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El mito populista: historias de traición y redención

14 noviembre de 2012

(Columna de María Esperanza Casullo)

Los populismos sudamericanos más exitosos electoralmente se dieron en donde fue más profunda la crisis neoliberal.

Es muy sabido que una de las características del liderazgo populista es su habitual uso de una retórica emocional y antagonística. La ciencia política, en general, hace una lectura crítica de la discursividad populista, y plantea que la política debe orientarse hacia una discusión regida por lo racional, lo desapasionado y el uso del lenguaje informativo-argumentativo. Jürgen Habermas contrapone en “Between Facts and Norms” la democracia deliberativa con movimientos populistas que, liderados por demagogos, intentan “resistir contra la modernidad”. Y, literatura reciente como el libro “Latin American Party Systems” de Kitschelt, Luna et. al., contrapone la política “programática” basada en la competencia entre diversas preferencias de política pública, enunciadas en programas universales, con la política basada en otro tipo de apelaciones, ya sean populistas o clientelares.

Nadie niega, sin embargo, la potencia política del discurso populista, y la capacidad movilizatoria de estos movimientos. A pesar de lo que uno piense del aspecto normativo, la evidencia muestra que, especialmente en momentos de crisis, movimientos encabezados por líderes carismáticos y articulados con un discurso emotivo, de denuncia hacia las élites y con apelaciones a la unidad popular, son extremadamente exitosos en términos electorales, y pueden causar realineamientos importantes en los sistemas políticos: esto lo vemos, no sólo en el ascenso de los gobiernos populistas en América Latina, sino en el impacto de movimientos como el Tea Party estadounidense sobre el Partido Republicano, o la aparición de movimientos populisas de derecha en la Europa actual.

La cuestión es que, aun así, la ciencia política en general ha indagado poco sobre cuáles son los fundamentos de esta potencia política, y de qué manera se relaciona el discurso populista con la formación de identidades políticas convocantes. En la Argentina, es común encontrar menciones (admirativas o despreciativas) al “relato” kirchnerista; sin embargo, no existen demasiadas indagaciones acerca de cómo está constituido este relato. Una primera pista en esta dirección la da Margaret Canovan en “The People”, cuando indica que el discurso populista basa gran parte de su potencia en el uso de un género discursivo particular, que es el mito.

Efectivamente, el discurso populista construye un relato, pero no cualquier relato: se trata de un mito populista. Un mito es una forma discursiva que narra el origen de una comunidad política, y encuentra, en este origen, una esencia en común. Tal vez el primer mito político escrito haya sido la Parábola de los Metales de la República de Platón. El mito populista, sin embargo, suma a estas características un énfasis épico: el mito populista narra las tribulaciones de un héroe colectivo (el pueblo) que, acompañado y ayudado por un redentor (el líder), debe vencer las maquinaciones de un poderoso adversario (el traidor), para reclamar su justo destino histórico. El líder se constituye así en un narrador de historias: el o ella son los únicos hablantes con la autoridad performativa suficiente para designar quién es el héroe y quién es el villano de la historia.

LA IDENTIFICACION POLITICA

La potencia del mito populista tiene que ver, primero, con la función primaria que la narración cumple en cualquier cultura humana; las narraciones son fácilmente comprensibles e inmediatamente interpretables y, por lo tanto, sirven como una fuente de identificación política “sencilla”. Esto es especialmente así en momentos de crisis o insatisfacción social o política. No es casualidad que los movimientos populistas sudamericanos más exitosos electoralmente hayan surgido en aquellos países en donde fue más fuerte la crisis de salida de las reformas neoliberales, como Venezuela, la Argentina, Bolivia y Ecuador.

En estos momentos de crisis, cuando los marcos de referencia de la política normal dejan de ser operativos, aquel que pueda ofrecer un relato que encuadre y dé sentido al sufrimiento de partes importantes de la población, y que lo haga en términos morales y no tecnocráticos, tendrá chances de movilizar a una parte importante de la población detrás de un proyecto que se autoperciba como reparando una “traición” histórica. Esta es la diferencia entre explicar las crisis exclusivamente en términos abstractos e impersonales (“los mercados”, “las restricciones al crédito”) y hacerlo en términos narrativos y épicos (“son los señores de la banca, que quieren perjudicar al pueblo”).

En Sudamérica, encontramos una variedad de mitos populistas. Cada uno de ellos define a su héroe y a su adversario de manera diferente (así, mientras el héroe del MAS boliviano es un héroe plural y étnico, “los pueblos originarios”), el héroe kirchnerista es un cierto tipo de organización militante (“el movimiento nacional y popular”). Y mientras el adversario del chavismo es definido en términos geopolíticos (“el imperio yanqui”), el kirchnerismo lo define en términos económicos (“el FMI y los fondos buitre”). Sin dudas, el chavismo presenta el relato más adversarial y antagonista (utilizando algunas metáforas de tipo castrense, como “el militante combatiente”), mientras que Evo Morales o los Kirchner eligen, hasta ahora y en términos comparados, una retórica más moderada (esto puede verse en la centralidad que tiene el Estado y las “cifras” de políticas públicas en el discurso de Cristina Fernández de Kirchner).

Ahora bien. Un último hallazgo en este punto es que, a pesar de las preferencias de los analistas, las sociedades de estos países no han repudiado el uso de una discursividad basada en lo mítico-adversarial, sino todo lo contrario. El presidente que utiliza la retórica más encendida, Hugo Chávez, pudo sobrevivir a un golpe de Estado y ha sido ratificado en las urnas una vez más, mientras que el populista de discurso más moderado y casi tecnocrático Fernando Lugo (que definió su proyecto, en su discurso inaugural, algo así como “hacer aportes a un proceso de gestión”, y reivindicaba a Ghandi, Jesucristo y Martin Luther King como modelos políticos), no pudo movilizar al pueblo para resistir un desafío serio a su autoridad. ¿Es, entonces, el rol de la política contar una historia? Seguramente no podrá, ni deberá, ser sólo eso. Sin embargo, tampoco podría, ni debería, ser sólo la presentación de menúes de preferencias, por más fundamentadas que ellas sean. Una buena historia colectiva y bellamente contada es algo potente, y quizá hasta emancipador, como bien sabía alguien que supo escribir una historia que comenzaba con la inolvidable primera frase: “Hoy, un fantasma recorre Europa?”

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