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Gorilas eran los de antes

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20 septiembre de 2015

(Columna de Gonzalo Sarasqueta, doctorando en Ciencia Política e investigador del Laboratorio de Políticas Públicas)

El enunciado gorila actualmente sufre dos inconsistencias: una de índole semántica y otra de tipo semiológica, y ambas están ligadas.

Con un nudo en la garganta y la voz entrecortada, Carlos Tévez admitió que le dolía la pobreza imperante en Formosa. Fueron sólo tres minutos en el programa “Animales Sueltos”. Tiempo suficiente para que las redes sociales se convirtieran en una cloaca de insultos contra el número 9 de Boca: “villerito europeizado”, “cipayo”, “vende patria” y ?el infaltable? gorila. Sí, la falacia ad hominem por excelencia de la política criolla utilizada contra un jugador de fútbol proveniente de las entrañas de Fuerte Apache.

Pero más allá de la incongruencia, el escarnio digital sufrido por el goleador xeneize sirve como disparador para analizar la etimología, la funcionalidad y la vigencia del epíteto “gorila”. Un recurso discursivo deslegitimador que parecía haberse evaporado en la frivolidad de los '90, pero que resurgió con notable intensidad durante el kirchnerismo, especialmente a partir del conflicto con el sector agropecuario del 2008. Fecha bisagra en la que se modificaron las reglas, la genética y la dinámica del debate político en el país.

GENESIS Y BREVE CRONOLOGIA

Corre el año 1955. El músico de origen francés Feliciano Brunelli compone la canción “Deben ser los gorilas” para una pantomima de una película norteamericana en su programa de radio “La revista dislocada”. El estribillo ?reproducción del título? era pegadizo, a tal punto que pasa a formar parte del catálogo popular. Ante cada duda que emerge sobre la autoría de un hecho delictivo, político o social, cualquier vecino responde recitando o entonando la cantilena.

Meses después, precisamente el 16 de junio, grupos antiperonistas de la Marina de Guerra y la Aeronáutica intentan derrocar al presidente constitucional Juan Domingo Perón con un bombardeo sobre Plaza de Mayo. Fracasan. ¿El saldo? 305 víctimas civiles (40 de ellos niños), el doble de heridos y una paranoia galopante por parte de la ciudadanía ante todo ruido proveniente del cielo. Pero, con el correr de los días, el pánico muta en sarcasmo: cada vez que un avión atraviesa el firmamento porteño, los peronistas susurran, silban o tararean: “Deben ser los gorilas, deben ser los gorilas?”. Una vez consumado el golpe de Estado del 16 de septiembre, la autodenominada “Revolución Libertadora”, los versos servirán de materia prima para bautizar a los cabecillas de la sublevación: Eduardo Lonardi, Isaac Rojas y Pedro Eugenio Aramburu. Desde allí, gorila pasará a ser sinónimo de antiperonista.

Durante el exilio de Perón (1955-1973), la expresión amplió su circulación. Todo el arco justicialista la empleaba para polarizar el sistema político argentino entre peronistas y “gorilas”. Una perspectiva dicotómica reticente a los matices, que eliminaba la variante del “no ser peronista sin ser antiperonista”. En simultáneo, el vocablo sumaba elasticidad: ya no se acotaba a ser golpista o antidemocrático, sino que incluía otros peyorativos como “apátrida”, “enemigo de lo popular”, “imperialista”, “elitista”, por mencionar algunos. Equivalencias que tenían su germen, como bien lo sostiene la escritora y periodista Silvia Mercado, en la homología entre Perón y la Patria.

En los '70 tuvo su auge cuando la Tendencia Revolucionaria (Montoneros, JP y FAR) se lo apropiaron para embestir contra la facción sindical peronista. Ejemplo ostensible, el 1° de mayo de 1974: “Conformes, conformes, General; conformes los gorilas, el pueblo va a luchar” y “¿Qué pasa, qué pasa, qué pasa, general, que está lleno de gorilas el Gobierno popular”?, retumbaba en el centro de la Capital Federal. Estaba desatada la batalla semántica por el significante peronismo.

EL REGRESO DE LOS GORILAS

De esa década, el kirchnerismo absorbió la palabra gorila y la transpoló a su estética neosetentista. El bautismo de fuego fue la resolución 125 contra el campo; le sucedieron el enfrentamiento contra Clarín, la Ley de Medios, el intento de reforma de la Justicia, los fondos buitres y otras narrativas maniqueas. Fue ?y es como se vio con Tévez? una de las piezas clave de su repertorio lingüístico. Su implementación reconfiguró el mapa político: todo aquel que discrepara con el proyecto nacional y popular que encarnaban Néstor Kirchner y Cristina Fernández sería enmarcado dentro de este rótulo. Una división tabicada, rígida y tajante que no solamente menoscababa la pluralidad, sino también la complejidad que caracteriza a todo sistema democrático. Y, además, mediante el andamiaje mediático estatal y la prensa paraestatal (privada, pero subvencionada con publicidad oficial), se pretendió instalar el temor a ser categorizado como gorila. Praxis discursiva que tenía como objetivos sustanciales recortar el margen de pensamiento de aquellas identidades políticas ajenas al espacio, obturar cualquier embrión de sentido crítico, regular las fronteras del debate y, de esta manera, imponer un orden simbólico impermeable a las críticas y acorde a los intereses kirchneristas.

UNA FALACIA EN EXTINCION

Pero más allá de la vocación hegemónica y los juicios ?valorativos o analíticos? que se puedan efectuar, el enunciado gorila actualmente sufre dos inconsistencias: una de índole semántica y otra de tipo semiológica. Ambas ligadas. Como se percibió, el enunciado gorila nace como antítesis del ser peronista, identidad que, si bien desde sus orígenes contuvo unas fronteras imprecisas, destacaba por su ahínco en la soberanía nacional, la justicia social y la tercera posición en el plano internacional. Dicha subjetividad política fue alterando sensiblemente sus márgenes a lo largo de la segunda mitad del Siglo XX, hasta llegar a la experiencia menemista que, mediante una praxis, un discurso y una estética radicalmente opuestos al imaginario peronista tradicional, directamente la saturó de contenido transformándola ?en término laclaunianos? en un significante vacío. Y aquí se desprende la segunda problemática: si el peronismo se convirtió en una cáscara sin contenido, dispuesta a alojar cualquier virtualidad política en su seno, el concepto gorila ?por su condición de némesis? ha perdido toda referencia, anclaje o razón que le permita ser. Ya no dispone de su polo opuesto para que lo sustente u oriente. Ergo: dentro del campo político discursivo, también es un significante vacío.

La desarticulación de este tipo de falacias acarrea innumerables beneficios para la salud política del país. Por un lado, se abre paso a desembalsamar la historia del peronismo y poder revisarlo con la misma rigurosidad que otros fenómenos políticos sin ningún miedo a ser estigmatizado. Y llegando al presente, erradicar estos golpes bajos estilizará notablemente el debate, por ende, cristalizará los intereses en pugna y, sobre todo, le permitirá a la democracia superar su status de fetiche discursivo y convertirse en una plataforma de intercambios horizontales, tolerantes y enriquecedores.

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