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Las venas abiertas

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03 febrero de 2016

(Columna de Gonzalo Sarasqueta)

La censura es una torpeza del pasado y un “lujo” de los autoritarismos. ¿Qué pasa en el resto del mundo?

Abril de 2013. El periodista de la TV Pública Juan Miceli se trenza al aire con el diputado de La Cámpora Andrés Larroque. El motivo es una pregunta incómoda del primero al segundo. Cuatro meses después, el comunicador queda con las valijas listas en Figueroa Alcorta. No le renovaron el contrato en el canal estatal. Cambio de Gobierno, marco legal y discurso: Víctor Hugo acomoda los últimos detalles de La Mañana, el programa con mayor audiencia de Radio Continental. Faltan pocos minutos para iniciarlo, cuando de repente le llega un telegrama comunicándole que la empresa prescindía de sus servicios. No le dan ni un minuto más en el dial. La desazón se apodera del uruguayo. Gracias a la complicidad profesional de Paulino Rodrigues, el relator puede despedirse de sus oyentes. Dos zancadillas a la libertad de expresión. Dos cuerdas vocales menos para la democracia. Dos razones menos para decir pluralismo.

La censura directa es una torpeza del pasado. Sólo una porción pequeña de países, alérgicos a la democracia representativa liberal ?China, Corea del Norte y varias teocracias de Oriente Medio, entre otros?, la siguen ejerciendo. Son pocos los mandatarios que se animan a liquidar de un plumazo explícito a una voz crítica. Acomodar la opinión pública al paladar propio ?sin el proceso cosmético correspondiente? es un “lujo” que solo se pueden dar aquellos regímenes premodernos (autoritarios o totalitarios), donde libertad todavía suena a utopía. ¿Qué pasa en el resto de la escena política contemporánea?

Nada muy distinto. El derecho a la libertad de expresión también sufre embates, solo que cambia el modus operandi. Como en los casos de Miceli y Morales, la coartada proviene de estratagemas sofisticadas ?de geometrías variables (Estado solo o empresas con la venia del Estado)? que disimulan el silenciamiento que se está llevando a cabo. La tónica es la estructura de artificios, mediaciones y argumentos que se monta para evitar el costo político, económico, simbólico o social. Toda una parafernalia que tiene como objetivo cardinal esconder las huellas de los responsables. Es lo que se denomina “censura indirecta”. Una práctica que se extiende a lo largo y ancho del espectro ideológico. La utilizan tanto voceros de la derecha “republicana e institucional” como de la izquierda “revolucionaria y popular”. Solo cambian los panfletos, las cantinelas, los monólogos.

Tal como cuentan Noam Chomsky y Edward Herman en el libro “Los guardianes de la libertad”, la censura indirecta puede materializarse de diferentes maneras en las sociedades democráticas: la omisión de información relevante; el encuadre de la noticia (cómo se enfoca, cómo se titula, cómo se presenta); la carencia de objetividad; la reiteración de una noticia con el fin de esconder otras; relegar a periodistas disconformes con la línea editorial del medio a sectores marginales o secciones irrelevantes, y un sinfín de otras técnicas informales que menoscaban el derecho a la libertad de expresión.

Mapear este tipo de atropellos es arduo. Equivale a una tarea quirúrgica, paciente y profunda. Los tributarios del pensamiento único suelen pertrechar la jugada con mucho cuidado. Arman un blindaje de múltiples capas. Para dar con ellos es preciso atar innumerables cabos sueltos, desconfiar de los análisis a primera vista y agudizar el sentido crítico. En otras palabras: ejercer ni más ni menos que el oficio de periodista.

HACIA LA ESPIRAL DEL SILENCIO

Sea quien fuere el actor de veto ?empresario, político, juez?, el horizonte de este tipo de censura siempre es el mismo: configurar un clima de opinión afín a determinados intereses particulares. Colonizar la esfera pública ?terreno simbólico donde se da la disputa por el sentido común (redes sociales, medios de comunicación, lugares públicos, instituciones, etcétera)? a través de un pensamiento cerrado, homogéneo y compacto. Todo átomo o partícula de razonamiento que amenace con alterarlo debe ser condenado al ostracismo intelectual.

Esta pelota de nieve va articulando un flujo de pensamiento colectivo uniforme que, en simultáneo, crea sus propios anticuerpos. Desde la cúpula hasta las bases de este imaginario se comprometen a extinguir todo atisbo de reflexión que ponga en tela de juicio la verdad predicada. Trituran ese principio del mismo Chomsky, que decía: “Si no creemos en la libertad de expresión para la gente que despreciamos, no creemos en ella para nada”.

Cuanto más espesor cobre esta unidad de sentido tabicada, menos resquicios quedarán para colar la opinión crítica de algún periodista sublevado. Y, en paralelo, crecerá la espiral de silencioteorizada por la politóloga alemana Elisabeth Noelle-Neumann. Las personas que detectan que su juicio no coincide con la horma dominante, por inseguridad o temor a quedarse solos, optarán por el silencio o directamente transformarán su perspectiva para que quede a tono con la marea, lo que acelerará?aún más? el circulo vicioso.

¿QUE HACER?

La situación es delicada para el club del periodismo. Siempre lo fue. En Argentina, Guatemala, Italia, Australia, Estados Unidos o donde sea. El desfase de motivaciones, expectativas y, sobre todo, intereses, que constituye la relación entre comunicador y patrón ?sea un empresario en un medio privado o un cuadro político en el Estado?, produce un terreno sensible al conflicto. Conflicto en el que, se sabe, el periodista es el candidato a perder la partida. El coeficiente de poder de éste es exiguo comparado al de su superior. La correlación de fuerzas se inclina, claramente, hacia el propietario del medio o hacia aquél que detenta provisoriamente las riendas del dispositivo comunicacional.

Ahora, dejando a un lado el papel del Estado, que, según un abundante marco jurídico ?Constitución (art.13), Declaración Universal de los Derechos Humanos (art.19), Pacto de San José (art.13)?, debe garantizar la pluralidad de voces, en nuestro país no han germinado instituciones gravitantes de periodistas. Que las hay, las hay. Pero ninguna con la voluntad, el respaldo y la capacidad suficiente para discutirle de igual a igual a los dueños de la pelota. Cuenta pendiente.

Víctor Hugo volvió a encender la mecha del debate. Tiempo atrás, lo hicieron colegas de él. La solidaridad entre ellos, la mayoría de las veces, fue tenue, dispersa e informal. Las fronteras ideológicas o el mandato del ego fueron más fuertes que la pasión por la búsqueda incesante de la verdad. Hasta ahora, la balanza se inclinó por las dos primeras directrices. Los resultados están a la vista. ¿Será tiempo de agregarle a la báscula la libertad, eso que George Orwell definió magníficamente como “el derecho a decirle a la gente aquello que no quiere oír”? Quizás ahí, los historiadores del presente cambien su accionar y se anoten un porotito. Y de paso, claro, le sumen otro a la democracia criolla.

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