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El suicidio anómico de la oposición

25 agosto de 2011

El sistema de partidos políticos deberá reconstruirse bajo otros supuestos y procedimientos.

Resulta fácil caerle ahora con todo a la oposición, a la luz de los adversos resultados de las elecciones primarias. Es un recurso obvio personalizar en cada uno de sus miembros, ensañarse con los errores de principiante que cometieron, anunciar el ocaso definitivo de sus carreras políticas. No será esa la óptica de esta nota, aunque suene duro el título que lleva y las conclusiones a las que arriba. Antes, se intentará rastrear de modo puramente impresionista y preliminar alguna referencia intelectual que ayude a situar un desempeño que condujo (y acaso conducirá) a un final desgraciado.

Ubicaré el fracaso en el terreno de la racionalidad de la acción y de la conducta anómica, antes que en el de la psicología o la moral. Si empleáramos estas disciplinas no podríamos evitar designar a los opositores como ególatras, inmaduros, irresponsables o cosas por el estilo, tal como se los adjetiva después del domingo. Creo que por ese camino se avanza poco, con el costo adicional de menoscabar a hombres y mujeres que con más sinceridad que hipocresía se dedican de lleno a la vida pública.

Claro que la racionalidad de la acción y la anomia resultan conceptos abstractos si no se los ubica en un contexto histórico. Yendo a ese plano habrá que reparar al menos en tres hechos obvios, aunque decisivos. El primero, y más general, es que el sistema de partidos políticos se ha vuelto, a lo largo de los años, extremadamente débil en la Argentina. El segundo es que si por partido político entendemos lo que un manual de ciencia política define como tal, aun con variaciones, se verá que la Unión Cívica Radical, la segunda fuerza histórica del sistema, es el paradigma de esa fragilidad. Y tercero, que el peronismo, que no es estrictamente un partido político, resulta el beneficiario neto de la decadencia de su principal rival.

Sostendré que en ese marco falla progresivamente la racionalidad de la oposición y se precipita la anomia. En términos generales y para poner un ejemplo: según el filósofo Jon Elster puede verificarse en la conducta humana una secuencia descendente, que va de la racionalidad perfecta a la imperfecta y de ésta a la racionalidad problemática

y a la irracionalidad. El autoengaño es el producto final de la decadencia racional. La escena de dirigentes opositores festejando como si hubieran ganado la noche en que perdieron por 40 puntos es acaso una muestra de este declive en la facultad de juzgar.

La anomia, un término polivalente acuñado por la sociología clásica, corre por caminos paralelos. Emile Durkheim, su creador, observó que el papel de las normas sociales es regular la relación entre las apetencias y las posibilidades de los individuos. Esto es: la organización opera como un promotor de los proyectos que estima posibles y un desestimador de los que evalúa problemáticos o inalcanzables. En los términos de un sistema político, ese es uno de los cometidos centrales de la orgánica de los partidos: fijar las reglasde promoción para que se determinen los mejores candidatos y programas y se deseche a los menos aptos, bajo el supuesto de que el objetivo es ganar elecciones ofreciendo mejor oferta que los competidores.

Si el mecanismo funciona, los menos preparados encontrarán dificultades para coronarse, debiendo dejar su lugar a los más idóneos. Esa es, precisamente, la idea que justifica una elección primaria, que en este caso sin embargo, no logró resolver la cuestión. Para Durkheim, que desconfiaba de la racionalidad individualista y codiciosa de los individuos, es clave que las normas las fije una entidad superior que goce de aceptación y prestigio.

Las organizaciones deben imponerse a los individuos a fin de limitar sus apetencias. Como podrá concluirse, si un sistema político posee organizaciones frágiles, éstas estarán impedidas de ejercer el tipo de regulación normativa que preserva de la anomia. En esas condiciones, los políticos pueden concebir sus sueños de poder sin límite alguno. Ellos son sus partidos, a los que fijan las reglas y no al revés. Como se sabe, el desenlace de la anomia es trágico.

La desorganización normativa de Durkheim deviene en suicidio. Los individuos se matan cuando no pueden tolerar la frustración que deriva de la imposibilidad de alcanzar sus improbables proyectos. Por cierto, en la política argentina no se trata de la muerte de personas, sino de una agonía inequívoca de las organizaciones. Al reducirlas a su voluntad, los políticos, en nombre de supuestos ideales, las exterminan.

¿También le cabe esto al peronismo? Respondería: sí y no. A la larga la manipulación personalista de las normas lo orada. Pero la fuerza creada por Perón tiene al menos dos contrapesos. Primero, siempre trascurrió en los límites imprecisos del movimiento, siendo la orgánica apenas una de sus caras posibles; y, segundo, tendió a estructurarse a través de liderazgos estatales fuertes que cancelaron la deliberación.

Me temo, en cambio, que la irracionalidad y la anomia afecten severamente a los partidos que han hecho del respeto a las normas un baluarte y una razón de ser. Me refiero específicamente a la UCR y a la Coalición Cívica. La dramática aceptación de la derrota por parte de Elisa Carrió y la frustración del radicalismo, bajo el apellido

emblemático de Alfonsín, son tal vez el síntoma final de un sistema que deberá reconstruirse bajo otros supuestos y procedimientos si no quiere, en el corto plazo, desaparecer.

(De la edición impresa)

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