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El estilo Cristina de negociación

16 septiembre de 2011

(Columna de la politóloga María Esperanza Casullo)

El Gobierno siempre procuró mantener su capacidad de sorprender y exhibir una apariencia de autoridad.

Hace algunos días se produjo un hecho notable, como en el cuento “El mastín de los Baskerville”, por lo que no pasó. Me refiero a la reunión del Consejo del Salario. Aquí, la noticia más llamativa (tal vez la más importante del último mes, excluido el resultado de las primarias) fue que este cónclave no fracasó, a pesar de que sabemos que el Gobierno pensaba que tal fracaso era el resultado más probable, y estaba dispuesto a laudar el aumento del salario mínimo por decreto. Sin embargo, finalmente tanto los sectores patronales como la CGT conducida por Hugo Moyano aceptaron el acuerdo, que salió por consenso.

Se recorta así un dato importante para pensar las relaciones entre Gobierno, sectores sindicales y sectores empresarios en el inicio del (más que probable) segundo mandato de Cristina Fernández de Kirchner: enfrentados a la amenaza del Gobierno de dejar caer el acuerdo, tanto el sindicalismo como las patronales parpadearon primero.

Esta anécdota apunta a una de las fortalezas menos mencionadas de este Gobierno: su estilo de negociación (entiendo 'negociación' en sentido amplio, es decir, como la manera de relacionarse con aquellos actores sociales organizados con los cuales se encuentra en una relación de disputa constante por grados relativos de autonomía y poder). Hoy las principales contrapartes de negociación del Gobierno son los sindicatos nucleados en la CGT y los sectores empresariales, aunque no son los únicos.

Luego de un comienzo con errores graves culminado en la (ciertamente mal manejada) crisis causada por el enfrentamiento con sectores agrarios, el gobierno de Cristina Fernández se ha revelado como un negociador eficaz; mucho más eficaz, por caso, que otros gobiernos de 1983 a la fecha. Primero, porque este Gobierno ha demostrado repetidamente su poca apetencia para negociar. Este parece un elogio paradójico, pero no lo es. Evidentemente, Cristina Fernández y Néstor Kirchner compartían el diagnóstico de que el Estado argentino debe endurecerse en su relación con sectores empresariales, organismos financieros y otros factores de poder, dadas las experiencias de gobiernos anteriores, excesivamente concesivos.

Este “endurecimiento” se reflejó, en el gobierno de Néstor Kirchner, en sus relaciones con los organismos de crédito multinacionales y con la Corte Suprema heredada del menemismo, por ejemplo. Con Cristina, se percibió en la misma crisis de la 125 o en el episodio del Consejo del Salario recién mencionado. Esto ha provisto al Gobierno con una amenaza creíble: enfrentarse a este Gobierno tiene costos fuertes porque, aún perdiendo, está dispuesto a avanzar hasta las últimas consecuencias. Un buen ejemplo aquí es la política oficial hacia el Grupo Clarín, cuya participación en la victoria opositora de la 125 no puede sino calificarse como pírrica.

Frente a esto, los actores sociales tienen un incentivo en aceptar la negociación ofrecida, ya que eso tendrá menos costos que un enfrentamiento abierto. Segundo, el Gobierno, sin embargo, y de manera aparentemente paradójica, ha mostrado también que no se encuentra atado hasta las últimas consecuencias a ninguna política pública concreta. Para el “estilo Cristina” es esencial conservar siempre la iniciativa y poder disponer del efecto sorpresa. Así, el Gobierno demostró capacidad para dar giros fuertes, por caso, lanzando un modo de relacionamiento novedoso y más amigable con los sectores del campo en los últimos tiempos; enviando de manera súbita al Congreso la ley para nacionalizar las Afjp o implementando por decreto la Asignación Universal por Hijo, luego de varios años de negarse a contemplar políticas universales de ingreso.

Esta capacidad de sorpresa es esencial para mantener un margen de maniobra y autonomía. El hecho de que, a pesar de su dureza aparente, el Gobierno aparezca como pasible de ser persuadido de cambiar de rumbo aparece como otro incentivo para negociar. Más aún, el Gobierno ha demostrado tanto la capacidad de ser implacable con un adversario como la posibilidad de realizar acercamientos antes impensables. El acercamiento a actores como la Federación Agraria; la virtual “amnistía” a dirigentes antes fugados hacia el peronismo disidente de la que se lee en estos días; el acto con la UIA por el Día de la Industria o los recientes gestos de cordialidad hacia dirigentes del Pro capitalino hablan de un sistema de “palos y zanahorias” que tiene más flexibilidad de lo que se cree.

Por supuesto, este estilo de negociación tiene claros límites. Ciertamente, no está basado en reglas institucionalizadas a priori o en una deliberación abierta y universalista, sino que es y seguirá siendo seguramente una negociación asimétrica, centralizada y hasta arbitraria. Se privilegia, ante todo, el mantenimiento de la autonomía decisoria del Gobierno, quien sobre todas las cosas desea mantener dos elementos: capacidad de sorpresa y apariencia de autoridad.

Seguramente, en una sociedad ideal las negociaciones entre actores con poder se darían de una manera dialógica, abierta y orientada solamente hacia el bien común. Sin embargo, parece que gran parte de la ciudadanía respeta, e inclusive valora, que este Gobierno haya fortalecido su autonomía decisoria relativa vis à vis actores, como grupos empresarios, dueños de medios de comunicación, y aun sindicatos, con enorme capacidad de presión y una historia de intentos de colonización hacia el Estado.

(De la edición impresa)

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