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El ocaso de la integración regional

21 septiembre de 2011

Los procesos de integración están estancados y asoma un mundo de grandes potencias y no de grupos regionales.

Algún día se acabará el petróleo, pero mucho antes su producción empezará a declinar. Es lo que se llama pico: el momento en que el agotamiento de los yacimientos conocidos supera el ritmo de los nuevos descubrimientos. ¿Es concebible que la integración regional esté expuesta a la misma dinámica que la explotación petrolera? En caso afirmativo, sus mejores días están en el pasado.

Hoy la Unión Europea enfrenta la encrucijada de federalizarse o desintegrarse, y el

resto de los bloques regionales está estancado o en disolución. Sin embargo, académicos holgazanes y analistas copia-y-pega siguen mencionando al déficit democrático y no a la supervivencia como el principal problema de la integración. O saben algo que al común de los mortales se le escapa o están abusando de substancias ilegales.

El mismo Nouriel Roubini acaba de publicar una columna en The Guardian donde afirma que sólo la integración total puede salvar a Europa. Hasta ahí, todo bien. Pero luego sigue una omisión y un disparate. Lo que se omite es el significado de integración total. La proposición explícita es que “los Estados Nación tendrán que compartir ciertos aspectos de soberanía con una entidad central europea que tenga la capacidad de recolectar impuestos a fin de proveer bienes públicos”; lo que no se dice es que ello implica la transformación de la Unión Europea en un Estado Nación, con la consiguiente pérdida de independencia de sus miembros.

A cambio, Alemania y cinco amigos (Austria, Eslovenia, Finlandia, Holanda y Luxemburgo) pagarían las cuentas de las otras once provincias. Pero para eso harían falta dos cosas: que los países quebrados aceptaran el vasallaje y que los alemanes quisieran pagarlo. Los estudios de opinión y la conducta de las élites demuestran que ambas son impracticables. En cuanto al disparate, consiste en culpar al déficit democrático por tal impracticabilidad. Se asume que, si los ciudadanos pudieran controlar a sus representantes europeos, entonces éstos tendrían legitimidad para tomar decisiones difíciles como eliminar la soberanía nacional o pagar las deudas de países que cometieron desfalcos.

La solución podía haber funcionado antes de la crisis, cuando aún existía afectio societatis. Ahora, lo único en lo que coinciden griegos y alemanes es en desearle al otro muchas centrales nucleares y un gran maremoto. La negación, un mecanismo psicológico parecido a la estupidez, se evidencia en las palabras recientes de Volker Kauder. El líder parlamentario de Angela Merkel alecciona que la exclusión de Grecia del euro es imposible legalmente, por lo que “sólo deberíamos discutir sobre lo que es posible”. Claro: el Holocausto era ilegal, por eso nunca ocurrió. La fe de los alemanes en papeles firmados es conmovedora.

En América Latina estos discursos no son novedad: hace años que se compilan libros con plañideras sobre el déficit democrático y recetas para su superación. La moda más reciente es hablar del regionalismo posliberal o poshegemónico, por contraste con el putativo regionalismo mercantilista que emergió en los '90. Unasur, se dice, va más allá del economicismo del Mercosur y la Comunidad Andina y enfoca cuestiones como el diálogo político y la cooperación en defensa.

Puede ser, pero entonces no es pos sino preliberal: procura lo mismo que la OEA, creada en 1948, sólo que en un ámbito geográfico menor. Y si lo que se destaca es su faceta de construcción de infraestructura, entonces no es más que un paraguas para

que el banco de desarrollo brasileño les preste dinero a los gobiernos vecinos para que contraten empresas brasileñas para obras públicas de beneficio mutuo. ¿Brillante? Sí. ¿Integración regional de última generación? Que suene el despertador. Se trata de servir, legítimamente, las soberanías nacionales, y no de compartirlas.

Si no se produce una revolución, la Unión Europea tiene el mismo futuro que Gonzalo

Tiesi en el mundial de rugby. Pero, para su bochorno, Europa no podrá culpar a Inglaterra ni al referí. El resto de los bloques haría bien en poner las barbas en remojo: cuando se quiebre la Unión Europea quedará claro que está emergiendo un mundo de grandes potencias y no de grupos regionales con complejos de poca democracia. Para tragedia alcanza la realidad, no hace falta agregarle el desatino.

(De la edición impresa)

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