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¿Un país “flexideral”?

17 octubre de 2011

Ante el comienzo de una nueva administración, vale preguntarse quién quiere cambiar el esquema del federalismo actual.

En innumerables oportunidades he referido que la mayoría de los problemas del país caen bajo el paraguas del artículo 1ro. de la Constitución:“La Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa, republicana y federal”. La forma representativa se ve sitiada por la crisis de representación respecto de la que tanto se ha hablado, sobre todo, desde el derrumbe de 2001. El carácter republicano se mece en la cornisa del cumplimiento o la violación de la división de poderes. El carácter federal, en tanto, se despliega en una viscosa y elíptica “flexibilidad”.

El federalismo fue adoptado en los EE.UU. junto al formato republicano y presidencialista. La Argentina, en su constitución de 1853/60, receptó el mismo esquema institucional, más allá las diferencias existentes en el diseño institucional original y la evolución histórica de los dos países. Cabe recordar el artículo 10 de El Federalista, donde Madison señalaba que “la Constitución federal constituye una mezcla feliz, los grandes intereses generales se encomiendan a la legislatura nacional, los particulares y locales a las de cada Estado”. Y establecía una novedosa relación entre la República y la extensión del territorio. Decía que cuanta más pequeña es una comunidad, más probabilidad que caiga frente a proyectos opresores contra su población. Señalaba: “Ampliad la esfera de acción y admitiréis una mayor variedad de partidos y de intereses, haréis menos probable que una mayoría del total tenga motivos para usurpar los derechos de los demás ciudadanos”.

Pero las reflexiones de Madison podrían pasar por el tamiz de Alberdi y Sarmiento y producirse así una interesante vuelta de tuerca. Para Alberdi la extensión era mero desierto que debía ser transformado por la acción inmigratoria. Lo peor era que no existían “hábitos industriales”. Y para Sarmiento era claro que, cuando decía en su “Facundo” que “el mal que aqueja a la Argentina es la extensión”, estaba advirtiendo sobre la falta de “hábitos cívicos” provocados por la distancia entre pobladores desperdigados en un espacio similar a las llanuras asiáticas. El aislamiento de las personas no facilitaba la constitución del ciudadano interesado en la “res publica”. Difícilmente la nuda extensión territorial provocaría, entonces, una república federal pujante y, sobre todo, equilibrada.

Así se fue desplegando el histórico contrapunto asimétrico entre Buenos Aires y el resto. “La cabeza de Goliat” era sólo una cara de la moneda. Como decía Martínez Estrada, “empezamos a darnos cuenta de que no era la cabeza demasiado grande, sino el cuerpo entero mal nutrido y peor desarrollado. La cabeza se chupaba la sangre del cuerpo”. El federalismo argentino fue tratado por Alberdi en varias obras. Basta recordar que en sus “Bases” era claro frente a la imposibilidad de ser absolutamente federal o absolutamente unitario y la solución de compromiso fue una suerte de federalismo-unitario que se plasmó en algunos rasgos de la Constitución y, sobre todo, en la práctica institucional. Así, en lo que hace al federalismo político y a diferencia de Estados Unidos, el artículo 6 de la Constitución introdujo la intervención federal a las provincias. Gracias a este recurso el Gobierno Federal intervino en forma abusiva en los estados provinciales. Más de los dos tercios de las intervenciones fueron decididas por decreto del Poder Ejecutivo y, en numerosos casos, se intervinieron gobiernos distintos al color político del oficialismo nacional. Y, en cuanto al federalismo fiscal, se anunciaba ya en el artículo 68, inciso 8, el salvataje del Gobierno Nacional a las provincias que no pudieran “cubrir sus gastos ordinarios”.

En las últimas décadas el federalismo fiscal ha estado en plena discusión. La Constitución de 1853/60 ?y su pacífica interpretación- distinguía entre los recursos impositivos de la esfera nacional y la provincial. Al Gobierno federal le correspondían los derechos de importación y exportación, el cobro de impuestos directos sólo por un tiempo determinado e impuestos indirectos en concurrencia con los Estados provinciales. A estos últimos le asiste la potestad de recaudación de los directos e indirectos. En 1935 el Congreso Nacional dictó la primera ley de coparticipación. Este tipo de leyes se fueron promulgando a lo largo de las décadas.

Al principio se justificaron por las ventajas técnico-recaudatorias del Gobierno Nacional y tuvieron un carácter devolutivo. Luego tuvieron fines redistributivos entre los distintos distritos. La reforma constitucional de 1994 en el artículo 75, inciso 2, establece que la ley de coparticipación a dictarse deberá cumplir con ciertas condiciones. Pero el Congreso está en falta pues todavía no ha sancionado el instrumento, a pesar de que debió haberlo hecho antes de finalizar 1996. Parecería que nadie está interesado en cambiar la situación. El Gobierno Nacional recauda lo que a través de décadas se le fue delegando y distribuye según distintos criterios y, por cierto, el político no está ausente. Los gobernadores reclaman el aumento de lo que les toca en la coparticipación y sus electores premian a quien más obtiene en la puja distributiva. Las administraciones provinciales no parecen querer asumir el “costo político” de la recaudación impositiva sobre sus ciudadanos y es más fácil acudir al regateo constante con el Gobierno Nacional.

La Argentina tiene así una descentralización del gasto y una centralización en el cobro de recursos. Una clara distribución de competencias y una tan anunciada como postergada reforma fiscal serían objetivos para poner las cosas en su lugar, sin desatender las necesidades planteadas por los inveterados desequilibrios interprovinciales. ¿Pero quién está interesado en ello? Los proyectos de ley de coparticipación y las propuestas de nuevos esquemas de correspondencia fiscal provincial siempre naufragan.

Un supuesto “federalismo flexible” es el rótulo que permite ser menos o más federales, ?tanto en términos políticos como fiscales? según las conveniencias de los actores políticos de la hora. La historia muestra un rosario de avasallamientos del Gobierno Federal ?sobre todo del Poder Ejecutivo? sobre las provincias, pero éstas se permiten también sus márgenes de “flexibilidad” en el terreno institucional. Un ejemplo fue el incumplimiento de las sentencias de la Corte Suprema por parte de la provincia de Santa Cruz en el “caso Sosa”, que motivó un fallo del Alto Tribunal en que le recordó al Congreso la herramienta de la intervención federal. La centralización en la Argentina ha sido un proceso constante y, según las épocas, puede utilizar recursos institucionales o fiscales para mantener el control político sobre el escenario nacional.

El uso de “la fuerza” y “el poder de la bolsa” han sido los instrumentos el Gobierno central, sobre todo del Poder Ejecutivo, para mantener su supremacía a lo largo del tiempo, pero ello ha sido posible también gracias a la complacencia de los representantes provinciales en el Legislativo nacional y de los propios órganos electivos de las provincias. Ni la llamada territorialización de la política, donde gobernadores e intendentes tienen mayor manejo de la “situación política local” logra conmover una organización política que mantiene sus constantes, desde el temprano diagnóstico de Alberdi. Frente al comienzo de una nueva administración y ante el recurrente discurso sobre la necesidad de rever la relación fiscal entre las provincias y la Nación cabe preguntarse sinceramente: ¿A quién le importa cambiar el actual esquema?

(De la edición impresa)

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