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1810: el mito de la Patria y el nacionalismo de vacunas

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31 mayo de 2021

Por Robertino Sánchez Flecha*

“No hay documento de cultura que no lo sea, al tiempo, de barbarie”

Walter Benjamin en "Tesis sobre el concepto de historia"

Hay un texto de Walter Benjamin que habilita la reflexión crítica acerca de la la idea de historia y, en tanto materialista dialéctico, del progreso. Es que el abordaje entre líneas de bibliografía y de documentos historiográficos da cuenta de que no existe tal cosa como una uniformidad coherente que explique los hechos del pasado. Más bien, hay una relación siempre política con el pretérito: la historia, entonces, se parece más a un campo de batalla que a una línea de tiempo.

Desde este prisma, acercarse al fenómeno 1810 es un desafío atestado de paradojas y contradicciones. ¿Por qué volver, una y otra vez, a esa efemérides tan “trillada”? Ir al pasado suele ser una ayuda para pensar el aquí y el ahora. Cavilar acerca de lo que fuimos, para comprender lo que somos, preguntarnos cómo se dio lugar a este territorio (y a su demarcación político-ideológica), para vislumbrar las minorías corridas que sobreviven latentes en las orillas de los manuales y de los actos escolares. Contribuye a pensar la relación entre nosotros, dentro de las fronteras, y con el exterior, más allá de éstas.

En tiempos de pandemia y de guerra por las vacunas, por ejemplo, comprender el origen de una nación y, más aún, del nacionalismo como proyecto político-cultural, permite entender cómo incluso en la peor de las pestes universales, los gobernantes -y también los gobernados- hablan de la distribución de inmunizantes según las banderas de cada suelo; ni siquiera el coronavirus forjó ese sentido cosmopolita universal al que aspiraba Kant. Cada país intentó aprovisionarse y garantizar a sus ciudadanos las vacunas. Hubo proyectos y propuestas globales (OMS y algunos otros organismos internacionales mediante), pero escasos. De hecho, los ranking de vacunación contra la COVID-19 se miden en países y no en personas (independientemente de su nación).

No se sugiere aquí que esté mal la existencia de naciones ni de nacionalismo, tampoco que esas entidades sean la causa concreta de algún problema político actual o pretérito; lo que está mal es cuando el nacionalismo deviene en una ideología extremista. Este criterio aplica tanto al interior de un país como en la relación que éste tiene con el concierto de naciones.

REVOLUCIÓN DE MAYO: LA INVENCIÓN DE LA POLÍTICA

Mayo de 1810 es un momento central de la historia argentina y, al mismo tiempo, mítico. Hay mucho de cierto acerca de su relevancia y, también, otro tanto de metáfora. Es prudente preguntar el por qué de esa importancia. Para tal fin, primero un racconto sobre aquellos días para poner en contexto.

Luego de las invasiones inglesas a Buenos Aires en 1806 y 1807, que implicó la exitosa defensa del río de la plata por parte de criollos y algunas milicias improvisadas, en mayo de 1810 se conoció la noticia sobre la crisis de la monarquía española, tras la invasión de Napoleón a la península ibérica, que implicó correr al rey Fernando séptimo de su trono.

Esa situación produjo lo que la historiografía llama como “retroversión de la soberanía a los pueblos”. Es decir, sin Fernando VII en el trono, ¿quién gobierna y quién es el sujeto de imputación de la soberanía en el Virreinato del Río de la Plata? Esa pregunta fue la que recorrió todo mayo de 1810 y se extendió hasta varias décadas después.

En medio de esta crisis, los criollos rioplatenses se organizaron y cuestionaron la autoridad del virrey Cisneros, representante de Fernando VII en las colonias. El 22 de mayo se hizo un Cabildo Abierto para discutir la reorganización del gobierno del Virreinato y el 24 de mayo se conformó una Junta gubernamental que duró un suspiro: Estaba liderada por el virrey Cisneros y parte de sus secuaces. La élite criolla, con Belgrano a la cabeza, puso el grito en el cielo y presionó para convocar otro cónclave. Finalmente, el 25 de mayo de 1810 se conformó la Primera Junta de Gobierno que desplazó a Cisneros.

Lo mítico (e incorrecto) de esos acontecimientos es pensar que fueron fundantes de la nación argentina, que dieron lugar al primer gobierno “patrio” o al Estado nacional. Lo concreto es entender que la semana de mayo de 1810 fue un momento clave para iniciar un proceso de cambios que dio paso a lo que muchos años después se conoció como República Argentina. Es que Argentina tal como la conocemos hoy no existía ni en 1810 ni en 1816; los próceres de aquella época no tenían un sentimiento argentino ni nacional, básicamente porque no existía nación alguna.

Lo que inauguró este hito es una crisis muy fuerte, dando paso a un proceso revolucionario que posteriormente se convirtió en emancipador. Pero en principio, no empezó como un proyecto independentista, sino más bien como una discusión acerca de qué hacer con ese vacío de poder Real y de qué modo ejercer la soberanía que habilitaba el nuevo orden.

Foucault, invirtiendo a Carl von Clausewitz, diría que la política es la continuación de la guerra en otros términos. Es que los años de la revolución fueron también años de guerra. Había intereses divergentes en torno a una misma causa y se dio, así, una militarización de la política.

No había consenso unánime, sino que existían, al menos, dos sectores bien marcados en esa Primera Junta. Mientras que detrás de Saavedra querían una autonomía con dependencia de la monarquía, los morenistas apuntaban a la independencia definitiva. Historiadores de la talla de Halperín Donghi o Chiaramonte concuerdan en que mayo en 1810 no había un sentimiento nacional ni argentino, aunque sí lo entienden como punto de inflexión para dar lugar a un poder tan soberano como provisorio.

Algo que sí es invención de 1810, siguiendo a Halperín, es la política como carrera profesional, al igual que la profesionalización de los ejércitos, otrora milicias precarias. Entonces, es 1810 un proceso creador en ese sentido. Tanto en la lectura que hacen los historiadores Gabriel Entín y Marcela Ternavasio de Halperín, la primera década del siglo XIX dio lugar a la “creación de una legitimidad política por unos hombres que debían formarse como élite dirigente y ser reconocidos como tal a partir de aquella nueva legitimidad”.

SIGLO XIX, EL DESPERTAR DE LAS NACIONES

En 1810 no había nación argentina ni identidad nacional, como se ha dicho antes. De hecho, la Declaración de la Independencia no es en nombre de las Provincias Unidas del Río de la Plata, sino de las Provincias Unidas de Sudamérica, como destaca Noemí Goldman en su lectura de las actas de 1816. Goldam subraya que “en el período 1810-1853 se van a ir afirmando, primero, identidades locales y, más lentamente, la argentina”.

Sin embargo, es curioso notar cómo en la actualidad se celebra esa efemérides como la fundadora de la patria (nótese que patria no es exáctamente lo mismo que nación). Desde los actos escolares para niños y niñas se teje toda una simbología nacional, se canta el himno y se enarbola la bandera, y se enseña a 1810 como origen de esa patria aclamada. Lo paradójico es que tanto la bandera que hoy se conoce como argentina como el himno nacional son posteriores al 25 de mayo de 1810.

Todo este despliegue proviene del siglo XIX, con el parto de los Estados nacionales, y llega hasta nuestros días. Si bien el origen no es 1810, sin embargo a partir de ahí se dio paso a un proceso que concluyó con la creación del Estado Nacional en las últimas décadas de ese siglo. Y como toda nación, requiere de un proceso nacionalizador.

Shlomo Sand, en un artículo en el que recorre la historia y las teorías sobre el concepto nación y el nacionalismo, considera que el nacimiento de una nación, “para reforzar una abstracta lealtad, necesita rituales, festivales, ceremonias y mitos. Para inventar una memoria colectiva unificadora”. En ese sentido, la alfabetización y educación universal, la percepción de igualdad civil, un continuo lingüístico entre representantes y representados, así como un territorio común son aspectos centrales para ese “proyecto cultural” que es la nación. Así, en palabras de Sand, el nacionalismo es tanto ideología como identidad. Esa homogeneidad cultural y lingüística conducen a una identidad que alcanza tanto a la élite dirigente como al resto de la masa. Por eso para Eric Hobsbawm las naciones son un “fenómeno dual”: Se construyen desde arriba, pero no puede entenderse sin analizar las esperanzas, suposiciones e intereses de la “gente ordinaria”.

SI DOS PERSONAS PIENSAN IGUAL EN TODO, UNA PIENSA POR LAS DOS

Lo interesante de pensar el pasado desde nuestros días y de hacer una genealogía de los conceptos sobre los cuales se erigió lo que hoy conocemos como Argentina (como el de nación) es hacerlo no en tono imperativo, sino más bien como intento de subrayar los matices, de correr el polvo que oculta a las minorías que también hicieron lo que llamamos “patria”. Es un modo de pensar por qué somos una nación celeste y blanca y no una plurinación Whipala, dónde están las mujeres, los negros y los esclavos en el himno nacional.

Repensar lo que se conoce como origen de la patria es un acercamiento para discernir que la nación no es algo natural, sino un proyecto político-cultural extenso y complejo, deliberado, que demarcó una identidad específica por sobre otras posibles.

No se trata de leer el pasado con “el diario del lunes”, sólo apenas de decir que cuando lo contingente empieza a parecer como algo lógico y natural, la diferencia se “desotra” y queda en los márgenes. Es ahí cuando es bueno sacarse la escarapela y pasar el peine a contrapelo de la historia para darse cuenta que no hay historia, sino historiadores.

(*) Periodista, politólogo de la Universidad de Buenos Aires y docente

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