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La lógica del manoteo

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03 junio de 2021

Por Luis Tonelli

En 1982, Mancur Olson publicó "Auge y Decadencia de las Naciones" donde presentaba una explicación de porqué Alemania y Japón se habían levantado tan pronto de la devastación de la Segunda Guerra Mundial. La explicación era sorprendente: la guerra había barrido con los grupos de presión que carcomían de a poco las finanzas públicas (aunque la terapia derivada de esto, más que sorprendente, sería un tanto cruel, ir a la guerra y ser destruido para poder comenzar de nuevo).

Más allá de la explicación específica y de la terapia desaconsejable, la cuestión del asalto del Estado por parte de los grupos privados siempre estuvo siempre reducida especialmente al lobby corporativo empresario. Incluso hubo ingeniosas teorías marxistas que sostenían porqué los Estados capitalistas combatían de algún modo esa intrusión; dado que pese a ser el Estado burgués “la oficina que representa los intereses capitalistas” había una racionalidad colectiva que le era propia para actuar en contra de los capitalistas privados para que capitalismo en general no entrara en crisis. De allí la idea de “autonomía relativa del Estado”.

Sin embargo, la idea del Estado como árbitro, (aunque sea con los dados cargados) en los conflictos importantes para el funcionamiento social, es algo compartido por diferentes posturas ideológicas, salvo obviamente los anarco liberales que consideran que el Estado es el causante de todos nuestros males presentes y futuros.

En la Argentina vivimos un fenómeno intrigante: todos estamos a favor de que las cosas cambien pero todo sigue igual (y para peor). Todo gobierno que llega puede hacer cualquier cosa, menos cambiar “la forma de hacer las cosas” en el país. Y eso más allá de los votos que obtenga o la situación de bonanza por la que disfruta -o la crisis que sufre.

En ese punto estamos claramente frente a un equilibrio, dirían los economistas. O los politólogos setentistas, frente a un empate social y político. El empate entre dos sectores antagónicos, en un juego de suma cero, en donde cada sector encarna dos proyectos de país diferentes. Uno ligado al sector agroexportador (el que produce dólares, digamos). Y, otro, ligado a los sectores que dan trabajo, digamos. El sector financiero pescaría en uno y otro bando, aunque siempre es demonizado según donde uno se pare.

Hechos interesantes, de los tantos que uno puede citar, es que los protagonistas de semejante confrontación tectónica en la Argentina integren, conviviendo afablemente, el directorio de asociaciones varias, vivan en los mismos countries se comporten como buenos vecinos, y hasta jueguen al golf junto (cosa que, demás está decir, hacen junto a ellos, unos cuantos sindicalistas y políticos que disfrutan de ese lifestyle).

Está bien que lo cortés no quite a lo valiente, pero no quiero terminar tan pronto el artículo y reducir todo a una cuestión de reglas de etiqueta y civilidad. Me parece en cambio, que, en el país de la grieta, de la des-unión, en donde el corto plazo ya es largo plazo, donde no hay políticas de Estado, y todo es desencuentro, existe un consenso implícito formidable.

Tanto es así que ese consenso se ha vuelto “the only game in town”. El mecanismo no tiene nada que no sabemos. Toda vez que nuestros intereses se vean afectados ya sea por el Gobierno mismo, por nuestros antagonistas, por cuestiones epidemiológicas, atmosféricas, o de invasiones marcianas, recurrimos al Estado (y ni que hablar cuando nuestros intereses pueden ser favorecidos por el Estado).

Hasta aquí, no he dicho ninguna novedad para cualquier observador del capitalismo. Se dirá, “el Estado es bombardeado por los lobbys, y él finalmente arbitra entre estos conflictos”. Pero, el problema radica en que el Estado argentino no arbitra nada. Tiene “el sí fácil”. Por las razones que sea: falta de institucionalidad, corrupción, desidia, falta de formación, acción intrusiva de los actores, etcétera, etcétera.

Cuestión resumida en la conocida frase “si el ajuste no se hace, lo hará la crisis” (verbigracia, lo que ha sucedido con la crisis desatada por la pandemia y que ha permitido licuar mucho del déficit, especialmente el previsional). Lo que es una demostración palmaria de la falta de autonomía estatal. Por supuesto que hay “no” específicos y relativos, pero el empate hegemónico no es incompatible con esta perspectiva del Estado débil. Al no haber la institucionalidad propia de un sistema con una hegemonía social determinada, el Estado hace como los perros de mi barrio, que le ladran y le mueven la cola cualquiera que pasa.

Y alguno puede decir, hay que respetar la institucionalidad, hay que respetar nuestra Constitución. Pero en realidad, el mix que presenta nuestra Carta Magna inaugura y contribuye a la falta de hegemonía (y aquí si me permito una unpopular opinión). El “negocio” que propuso Alberdi para salir de la impasse en la que se encontraba este bisoño país fue establecer una clase política, especialmente provinciana, y al mismo tiempo dar rienda suelta a los negocios agropecuarios. De este modo, el Presidente era elegido por Colegio Electoral con preeminencia provinciana, y por otra parte, a los gobernadores se les puso entre sus manos a los senadores y diputados de su partido en la provincia para intercambiar recursos por apoyo con el Gobierno Nacional en el Congreso. Por otra parte, el artículo 4 de la Constitución hace que los impuestos a las exportaciones vayan a las manos del Presidente, y no de las provincias (debate en el que Bartolomé Mitre estaba a favor, obviamente, de dejárselo a las provincias, como en Estados Unidos ese impuestos es de los estados, pero la Guerra del Paraguay lo obligó a mantenerlo así).

De resultas, dos detalles: por un lado, a los gobernadores les es más fácil hacer que sus acólitos en el Congreso entren con la mano levantada para votar afirmativamente los proyectos del PEN antes que atraer inversiones a sus provincias. Por el otro, este mecanismo se mostró particularmente efectivo. Y a las provincias se sumaron empresarios, sindicatos, y obviamente público en general. Y la bola se fue volviendo cada vez más pesada, y el modus operandis social más pesado.

Don Mancur me diría, okey respecto a todo, menos lo del “público en general”. Y esa era la última cosita que quiero contar aquí. La teoría de la acción colectiva reza que los grupos multitudinarios no pueden organizarse porque al ser anónimos no hay forma de que logren acción colectiva, al no poder aplicarse los incentivos selectivos, pero sí lo hacen a través de sus representantes. De allí la necesidad de partidos políticos fuertes.

Pero el libro sobre la acción colectiva de Olson es de 1968, y "Auge y Decadencia" de 1982. Cuando no había celulares, no había Facebook, no había WhatsApp, no había Instagram ni nada que se le pareciera. Las redes minimizan el problema de la acción colectiva, y aparte el rol de los medios de comunicación compitiendo llevan a una lógica de magnificar los intereses de la “gente”. Resultado, los gobiernos quedan sobrecargados, en un sistema en el que, como nos decía Norberto Bobbio cuando inauguró la Carrera de Ciencia Política de la UBA en 1985, eso que “la democrazia ha la domanda facile e la risposta difficile”. Y ahora, “molto più facile”. En todo canal hay un/a aspirante a diputado/a que se pone a llorar por los adultos mayores, hasta que le toca integrar la coalición oficialista.

A tal punto, que la lógica piquetera se ha extendido y adoptada como el default para la acción colectiva: como los piqueteros no tenían empleadores a quien hacerle la huelga, entonces generaron el mal público de cortar una calle o ruta, así afectaban a la comunidad, eso tenía repercusión mediática y el gobierno mirando la tele, se abocaba a resolverlo.

Hoy hasta los sindicatos cortan rutas (lo vimos la semana pasada cuando un sector sindical de los colectiveros cortaron los accesos a la Ciudad más efectivamente que Kiciloff durante este nuevo encierro).

Se recurre al Estado, porque tiene el sí fácil, y aparte no me hace andar mal con el empresario del ramo sindical. ¡A ver si todavía me lo encuentro en un casamiento!

El Estado, así, ni siquiera es una arena de negociación, si no es como un depósito con la puerta abierta, en el que uno, si entra, se lleva lo que quiere. Claro que algunos poderosos estacionan con un transporte de containers enormes y lo manotean todo, y los débiles lo hacen apenas con una manito y enjabonada.

En síntesis, todos somos piqueteros, y la pregunta es “¿y quién le pone el cascabel al gato?” (cuando el “gato” no pudo, ni siquiera él mismo ponerse el cascabel).

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