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Temer invertido: el colapso del vicepresidencialismo

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Julio Burdman 17 septiembre de 2021

En un contexto socioeconómico inusualmente adverso, dos instituciones informales de la política argentina reciente, las PASO y el vicepresidencialismo, se juntaron para hacer eclosión.

Por un lado, las PASO: nuestras primarias, pensadas para seleccionar candidatos y democratizar partidos, tienen el problema de que generan burbujas de resultados antes de la elección real. Le pasó a Mauricio Macri en 2019 y al Frente de Todos en 2021. Las PASO adelantan los tiempos. Esta vez, otra vez más, crearon un clima de gran derrota pese a que la elección aún no sucedió. Tan contundente fue ese clima que los protagonistas de la política comenzaron, ya en septiembre, a operar sobre la base de las expectativas de lo que supuestamente sucederá en noviembre.

Por el otro, el vicepresidencialismo: el modelo informal creado a partir de 2019 por el Frente de Todos, según el cual el socio principal de la coalición ocupa la vicepresidencia y el minoritario la presidencia, demostró su severa disfuncionalidad.

Todo indica que, después de las PASO, con resultado adverso anticipado, pero aún así contundente, la coalición oficialista entró en un estado de deliberación pero no contó con el marco de reglas adecuado para hacerlo. El socio -electoral- mayoritario en ejercicio de la vicepresidencia hizo una propuesta de modificaciones, y el socio minoritario en ejercicio de la Presidencia se mostró en desacuerdo con la moción. El socio mayoritario invocó el poder popular ("la sociedad lo reclama") y el socio minoritario respondió recordando su poder constitucional ("el presidente soy yo"). Razón populista versus razón institucionalista, enfrentadas otra vez.

Detrás de los argumentos, como siempre, hay una trama de objetivos e intereses. La Vicepresidenta, tal como explicitó en su última carta, toma distancia de la derrota, y dice que lo hace en nombre del caudal electoral de la coalición, de la demanda social y tal vez de su propio legado. Debe sentir que su rol en la coalición estaba claro, y que ignorarlo es una forma de traición. Y el Presidente, quien probablemente está convencido de su razón institucional, no debe ignorar que, al poner un límite al poder vicepresidencial, se gana el respaldo social y político del anticristinismo, aunque sea por un breve lapso de tiempo. Hay, también, una historia precedente, porque no es la primera coyuntura crítica que separa a CFK de su conductor designado.

Es una lástima que estas diferencias de criterio no se hayan plasmado abiertamente en la primaria del 12 de septiembre. El votante del Frente de Todos debe sentirse defraudado al comprobar que la unidad por la que votó días atrás no era tal. Sin contar con el hecho de que detrás de esta disputa en torno al método de gobierno y el poder seguramente hay diferencias y desacuerdos programáticos sobre cómo encarar los problemas que la Argentina tiene por delante. Para empezar, en el arreglo con el FMI y la ley de presupuesto para el año entrante, y en el ritmo devaluatorio de lo que resta del año, ya hay diferentes posiciones.

Lo esperable sería que el Frente de Todos resuelva esta crisis en poco tiempo, porque de otra forma se expone a costos mayores. Las elecciones de noviembre tendrán lugar igual, las listas ya están a punto de imprimirse, y el oficialismo no puede pedir el voto en estas condiciones. La política económica se paraliza si el marco político no brinda decisiones consensuadas. Y una ruptura de la coalición en un contexto de crisis socioeconómica significaría un golpe severo a la reputación del peronismo como partido que resuelve crisis. Recuperarse de eso puede llevar años.

Tal vez, en este último punto reside la falla central del modelo vicepresidencial. Más allá del dilema tan particular que lo prohijó, sintetizado por Alberto Fernández con la frase “sin Cristina no se puede, con Cristina sola no alcanza”, y más allá de que muchos vieron en ese modelo una salida casi genial al “dilema de Fernández”, el modelo vicepresidencial se basó en certezas que ya no existen más. Concretamente, nos referimos a la certeza de que el peronismo siempre tiene un liderazgo inapelable, detrás del cual todos forman fila. Y que, dado la inapelabilidad del liderazgo, puede ejercerse desde Puerta de Hierro, un “café literario” o la “campanita del Senado”. Esa certeza murió el 12 de septiembre pasado, día en que el peronismo unido obtuvo solo el 30% de los votos nacionales.

Lo más fuerte del 30% fue poner al voto peronista en la perspectiva de la historia. Se perforó el piso. Así como el kirchnerismo puede interpretar que eso es responsabilidad directa de Alberto Fernández y su gabinete de “funcionarios que no funcionan”, también el incipiente “albertismo” -o lo que sea que eso signifique- puede cuestionar la vigencia del poder electoral del kirchnerismo. Si Cristina adentro ya no garantiza una base mínima de millones de votos alineados, tal como quedó demostrado el 12-S, ¿para qué la necesitamos? El liderazgo justicialista y el piso del voto peronista fueron, durante décadas, dos caras de la misma moneda. Y si los votos ya no son una certeza, entonces podemos dar rienda suelta a la imaginación. Por ejemplo, imaginar un gobierno tecnocrático y sin votos, con el sustento de gobernadores, sindicalistas, legisladores, negociaciones con opositores y decretos presidenciales, firme hasta el 10 de diciembre de 2023: un Temer invertido.

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