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El giro estratégico del Gobierno

03 abril de 2013

La Presidenta, sorpresivamente, volvió a ajustar su discurso político para adecuarse a la nueva realidad social que vive el país

La iracundia con que la mayor parte de los dirigentes de la oposición ha recibido la estudiada sobreactuación presidencial ante el nuevo clima social del país, tiene mucho que ver con una larga experiencia de frustraciones y fracasos. Una vez más, justo en el momento preciso y, al igual que en las elecciones presidenciales de 2007 y el 2011, la Presidenta vuelve a bajar de improviso varios cambios en la velocidad frenética de su estrategia de confrontación permanente y ensaya un giro profundo en su trayectoria a la búsqueda de su posición de aterrizaje electoral preferida: el centro progresista del espectro político y la expresión de las clases medias independientes de las grandes ciudades.

Los factores que alimentan este proceso son diversos y el más importante es, sin duda, el efecto extraordinario sobre la opinión pública de la llegada del primer Papa argentino. En pocas horas, el país pasó del estupor inicial a una euforia sin límites que, con el correr de los días, reformuló la agenda publica, instaló un nuevo clima de expectativas y redefinió el papel y las posibilidades de la política en la sociedad argentina.

Parece claro que, de entre todos los sectores de la vida nacional, el de la política es el que luce como más afectado y desconcertado por este nuevo clima de optimismo y renovación profunda del humor social. Las evidencias se multiplican y las actitudes personales de transfuguismo y adaptación enriquecen la crónica diaria. La Semana Santa fue pródiga en demostraciones de los límites a que puede llegar una dirigencia que abandona las trincheras de la intolerancia y huye hacia las tierras más altas del diálogo y la concertación.

Un segundo factor a tener en cuenta es la reacción popular que viene produciéndose ante la sensación de desgobierno de la economía, la desmesura del discurso oficial y la política de avestruz de la mayor parte de los dirigentes y candidatos principales de la oposición. Al igual que hace algo más de diez años, la bronca popular alcanza a Gobierno y oposición por igual.

El “que se vayan todos” del 2001 se ve reemplazado, sin embargo, por una actitud muy diferente. De lo que se trata es de que cada cual asuma sus responsabilidades, “se haga cargo” de lo que le toca, sin pretender arrastrar a los demás. “Háganse cargo” ?dicen los encuestados y la explosión testimonial de las redes sociales?. “Háganse cargo y no pretendan representarnos. No necesitamos representantes, hablamos por nosotros mismos. No nos giren ni intenten hablar en nuestro nombre y representación. Que nadie se escape ni pretenda cheques en blanco. Basta de hipocresías y alquimias políticas”, expresan de mil maneras los nuevos voceros de una sociedad cada vez más indignada por lo que, a treinta años de transición, se juzga como un fracaso de la democracia, que sólo puede ser curado con más y mejor democracia.

Ocho de cada diez argentinos creen que la política ha perdido el control de la economía y que no hay recetas sustitutivas a la vista. Casi la misma proporción que rechaza la posibilidad de una reforma constitucional que habilite una nueva reelección presidencial, o la que considera que la oposición es tan responsable como el Gobierno. Poco más o menos que el porcentaje de quienes, paradójicamente, creen que el futuro será, de todas maneras, mejor que el presente y que el pasado inmediato. Lejos de recoger el guante, los principales referentes del espacio opositor optaron a su vez por enfrascarse en luchas intestinas incomprensibles para los no iniciados.

Otra vez, más de una docena de candidatos se sumergen en una riña incomprensible en la que ninguno parece dispuesto a resignar el liderazgo exclusivo y excluyente de su propio espacio político. Las iniciativas de concertación son, casi sin excepciones, invitaciones a que los demás renuncien a sus propias pretensiones y se encolumnen tras la propia conducción de espacios políticos casi insignificantes.

EL DIAGNOSTICO

Una vez más, el temor ante la más que previsible parábola que se apresta a protagonizar el Gobierno en busca del centro político tiene que ver con errores profundos de diagnóstico. Se descuenta que la confusión del oficialismo en su gestión económica responde a un secreto agotamiento de su modelo político, olvidando que lo que en definitiva importará a la hora del voto del próximo octubre será la calidad y potencia de la iniciativa política. Las elecciones de 2013 pierden día a día su condición de elecciones intermedias, de control y reequilibramiento del sistema político.

De hecho, son ya la antesala de una vasta y profunda lucha por el poder para los próximos años. Cristina Kirchner vuelve a apostar todas sus fichas a la posibilidad de expresar, como en las dos elecciones presidenciales anteriores, un liderazgo más bien “situacional”. Tratará de volver a expresar y liderar una nueva coalición progresista moderada, que vuelva a atravesar transversalmente el espectro político tradicional. Tratará de desplazar a los referentes clásicos como Hermes Binner, Ricardo Alfonsín o Eduardo Duhalde y sofocar a referentes nuevos como Daniel Scioli, Roberto Lavagna, Sergio Massa o Mauricio Macri.

Procurará volver a sintonizar con las expectativas del electorado independiente. La estrategia de reposicionamiento oficial cuenta esta vez con la ventaja de que no habrá que reinventar nuevas agendas como la de la calidad institucional. El Papa ha ocupado ya, sin competencia posible alguna, el lugar del liderazgo refundacional. De lo que se trata, entonces, es de adaptarse a las nuevas realidades, sobrevivir a los coletazos de la crisis, resistir como se pueda los golpes semanales de los mercados, asistir con lo mínimo a las castigadas economías regionales, garantizar la continuidad de las hoy menguadas políticas de inclusión social y, sobre todo, desnudar los renuncios y contradicciones de las alternativas opositoras.

Está muy claro que con esto no es suficiente y que los riesgos son muchos. Pero los objetivos son, por ahora, mínimos. Más que escaños parlamentarios que aseguren la aritmética cada vez más lejana de la declaración de necesidad de reforma, lo que se busca es el efecto de los votos y la segura incidencia de más de veinte por ciento de diferencia por sobre el resto de los competidores para el control del mecanismo sucesorio. N

o podría entenderse el sentido de la apuesta presidencial sin tener en cuenta las dificultades, al parecer insalvables, de la oposición, sumida en un diagnóstico inicial erróneo. De persistir su subestimación de las posibilidades y capacidades del oficialismo para remontar los errores de su gestión, el escenario más previsible puede ser la reiteración de una competencia interna absurda e inexplicable que termine por paralizarla. Todo apunta a una campaña sin ideas ni proyectos, en la que el principal factor vuelva a ser la desconfianza social hacia la política y el repudio a los internismos insustanciales en los que todos terminaran compitiendo en lo que tendrían que cooperar y cooperando en lo que tendrían que competir.

Todo indica que la sociedad argentina volverá a privilegiar la importancia de los títulos de gestión por sobre cualquier otra consideración. Se votará gobierno, no oposición, compromiso con el cambio y no “capacidad de control”. No porque se ignorarán las evidencias de un deterioro y pérdida de calidad creciente de las prácticas gubernamentales. Simplemente, importará mucho más la capacidad de iniciativa de la política para seguir administrando los escenarios imprevisibles de la crisis. Más que sorprender, el giro estratégico del Gobierno vuelve a confirmar su adaptación pragmática a los imperativos y condicionamientos de la realidad.

De eso se trata, en una sociedad que ?vía Francisco- se reencuentra con sus mejores ideales fundacionales, sin la maltrecha intermediación de una dirigencia agotada.

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