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Las dos almas de la Argentina

11 julio de 2014

Derecha e izquierda son categorías de análisis tan aptas para entender la política como el fútbol. O sea, inaptas.

"Creo en la ideología pero la Argentina está en una etapa preideológica”, declaró Martín Lousteau durante su reciente visita a Washington. Quizás sin proponérselo, así se diferenciaba tanto de Lilita Carrió ?que se jacta de no creer en las ideologías? como de los doctrinarios que reprueban a Macri por derechista y se alían con De Narváez.

Loustaeu tiene razón pero se queda corto: lo preideológico en la Argentina no es una etapa sino el estado natural. Derecha e izquierda nunca prendieron en la banda occidental del Río de la Plata. Sin embargo, no es por falta de antinomias que pueden quejarse los argentinos. Al contrario: aún desconociendo a simplificadores seriales como Felipe Pigna y Jorge Lanata, es posible interpretar la historia nacional como una sucesión de conflictos en que un bando puede prevalecer momentáneamente pero el otro nunca aceptará el resultado. Y, si se ubica a las ideologías democráticas en un continuo que va de mayor libertad (derecha) a mayor igualdad (izquierda), la política argentina casi siempre fue preideológica. ¿O acaso el programa de gobierno de Hipólito Yrigoyen no era la Constitución Nacional? ¿Y el de Perón no fue la comunidad organizada?

La Constitución puede interpretarse como producto del liberalismo pero también como instrumento de igualación territorial y política, mientras el organicismo peronista puede considerarse igualitarista pero también fascista. En el continuo derecha-izquierda, los grandes partidos nacionales siempre fueron inclasificables ?y al mismo tiempo populares? tanto cuando ganaban elecciones como cuando auspiciaban golpes de Estado. La antinomia de hoy opone a “populares” (populistas para sus detractores) en el gobierno con “republicanos” en la oposición. En principio, lo popular evoca la igualdad y la república evoca la libertad, lo que abonaría el relato oficial de que la izquierda está en el poder y la derecha enfrente.

Pero la oposición, que incluye a los dos partidos argentinos que son miembros de la Internacional Socialista, gobierna distritos grandes y viene de ganar las elecciones intermedias en provincias de baja renta. Por su parte, el oficialismo es un pagador serial de la deuda pública y se desespera por atraer capitales extranjeros, lo que matiza cualquier veleidad revolucionaria. En síntesis, el Gobierno es más institucionalista, y la oposición más popular, de lo que se admite.

Lo que distingue a las dos almas de la Argentina no pasa por la ideología sino por la actitud. Ortega y Gasset describió la tensión entre racionalidad y vitalidad. Esas predisposiciones explican la historia nacional mucho mejor que las ideologías. Las primeras décadas de vida independiente enfrentaron a próceres que buscaban imponer las ideas de la época, importadas de Europa o Estados Unidos, con caudillos que defendían una relación autóctona con la tierra y la población local. Próceres como Rivadavia y Sarmiento sostenían una cosmovisión universalista: la razón era una y debía sólo adaptarse a las asperezas nacionales. Caudillos como Rosas y Facundo desarrollaron una práctica particularista: las necesidades y experiencias de la vida se sobreponían a las lucubraciones doctrinarias de los letrados.

Es fácil encontrar paralelismos entre los racionalistas de ayer y los radicales de hoy, o entre los vitalistas de entonces y los peronistas de siempre. Las categorías ideológicas convencionales, en cambio, son tan aplicables a cualquiera de esos grupos políticos como a Boca o River. Además de la ideología, hay otra brecha que separa a panperonistas de panradicales: la de gobernabilidad, definida como capacidad de terminar mandatos constitucionales y no como buen gobierno. Los radicales, tanto socialdemócratas como moderados, se van antes de tiempo, mientras los peronistas, sean neoliberales o “progresistas”, disfrutan tanto de sus períodos que suelen tomar meses prestados de los radicales. Este diferencial no es adjudicable a la disparidad ideológica sino al superávit de vitalidad del peronismo, que le permite resistir cuando está en el poder y empujar cuando está afuera. Efervescencia, bullicio, intensidad, dinamismo, fuerza vital, voluntad de poder: es eso lo que constituyó al justicialismo como partido de poder.

Si la oposición quiere ganar le bastará con esperar la próxima crisis, pero si después pretende gobernar necesitará absorber el fuego sagrado. Porque las mejores ideas son impotentes sin instinto asesino. El resto, como las ideologías, es relato.

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