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El unicato imposible

09 mayo de 2011

(Artículo publicado en la edicion Nº30)

La imagen de la Presidenta será clave para la selección de candidatos oficialistas

Si en algo coinciden los discursos públicos del oficialismo y de la oposición es en la idea de que sola la Presidenta puede ganar su reelección. La línea argumental ostensible es la misma: la imagen positiva presidencial es de tal magnitud que será su figura la que arrastrará votos para los candidatos provinciales y municipales, y no éstos los que aportarán votos para su triunfo.

Este argumento es, desde ya, sólo una hipótesis, incontrastable hasta que se abran las urnas en octubre, pero su carácter conjetural no lo inhibe de producir consecuencias prácticas en el presente. Una de esas consecuencias tiene especial relevancia para el funcionamiento del sistema político: la estrategia de selección de candidatos oficialistas para las listas de diputados nacionales.

Esas listas de candidatos son hoy una arena de competencia entre las distintas facciones que componen la coalición oficialista. Por un lado, la facción sindical liderada por el secretario general de la CGT aspira a colocar al menos un tercio de los candidatos para consolidar su resurgimiento como actor político dentro del peronismo. Por otro lado, la facción juvenil organizada en La Cámpora pretende extender su presencia más allá del Ejecutivo y, de ese modo, independizarse siquiera en parte del favor presidencial. En tercer lugar, la facción de los movimientos sociales busca ampliar su contingente legislativo para no quedar rezagada ante el renacimiento sindical.

Por último, pero no por ello menos relevante, los líderes provinciales y municipales desean conservar y, en lo posible, incrementar su peso en el Congreso. En el pasado, el peronismo resolvió este tipo de competencia sometiéndola a la decisión del líder o tramitándola en elecciones internas. Para lo primero existió, hasta el advenimiento

de la renovación en la década del '80, un sistema de cuotas: un tercio para el sindicalismo, otro para la “rama política”, y el tercero a distribuir entre la “rama femenina”, la “juventud” y los eventuales aliados frentistas.

Este sistema, eliminado por la renovación con el fin de reducir el poder partidario del sindicalismo, tenía una condición de posibilidad ya imposible de cumplir: el desempeño electoral parejo del peronismo en cada una de las provincias. Ausente esta condición, el equilibrio que el sistema de tercios permite armar sobre el papel resulta inestable cuando se consideran las perspectivas electorales concretas de cada distrito.

Por eso las demandas de las facciones ya no son por la cantidad de candidatos que los representen en las listas, sino por la cantidad de candidatos a ubicar en puestos efectivamente elegibles. Las elecciones internas podrían encauzar la competencia si se adoptara una regla proporcional para integrar las listas definitivas de candidatos emergentes de las primarias.

Una regla proporcional permitiría colocar a los candidatos más competitivos de las

distintas facciones en puestos elegibles y, por ende, siempre que los líderes calculen correctamente las consecuencias de aplicar la regla, generarían una representación equilibrada de las facciones en el Congreso. Pero el recurso a las elecciones internas con regla proporcional de reparto de las candidaturas enfrenta, en el caso del kirchnerismo, al menos dos problemas relevantes.

Uno es el de la inconsistencia ideológica. La facción sindical y los líderes subnacionales tienen posiciones y preferencias frecuentemente conflictivas con aquellas de la facción juvenil y de los movimientos sociales. La intensidad de estos antagonismos puede producir señales contraproducentes a los votantes: si quienes desean elegir representantes de los movimientos sociales y de la juventud deben votar también por los representantes del sindicalismo y los líderes subnacionales, quizás prefieran abandonar la lista peronista por otra que refleje más precisamente sus orientaciones.

El otro problema inherente al uso de las primarias es que despoja al líder de la decisión

final sobre la conformación de las listas ?y el líder puede no querer abdicar esa decisión?. La decisión final sobre la integración de las listas permite al líder indicar a las facciones su valor en la coalición y su lugar en el futuro esquema de poder. La resolución democrática de la competencia asigna esa potestad a los votantes y, con ello, tiende a reproducir los equilibrios preexistentes en la organización partidaria.

Si el líder decide, los candidatos son los suyos, no los del partido, y la victoria de esos candidatos es suya, no de las facciones. Estos problemas permiten entender la

combinación de herramientas con que el vértice gubernamental está encarando la confección de las listas de candidatos a legisladores nacionales. Por un lado, con las listas de adhesión se trata de contentar a los movimientos sociales y a otras agrupaciones partidarias menores que en el pasado hubieran conformado

un frente con el Partido Justicialista. Ello reduciría el número de competidores por lugares en las listas peronistas a las facciones sindical, juvenil y subnacional.

Por otro lado, el vértice gubernamental propone a los gobernadores e intendentes una división del trabajo electoral: que ellos controlen las candidaturas para sus jurisdicciones y el Gobierno Nacional decida sobre las listas para legisladores nacionales. Con ello se reduciría el número de facciones competidoras a la sindical y la juvenil, con la evidente consecuencia de incrementar las chances de ambas de colocar

sus candidatos en puestos elegibles. La ganadora neta de esta estructura distributiva

sería la Presidenta, quien aumentaría el número de legisladores leales por ambas vías ?movimientos sociales por las listas de adhesión; La Cámpora por la lista peronista? y a la vez contendría a la facción sindical.

Los perdedores netos serían, desde ya, los gobernadores e intendentes peronistas.

Su derrota sería doble: no sólo perderían posiciones en el Congreso, sino también,

por eso mismo, influencia sobre las decisiones nacionales y, en especial, sobre las decisiones presupuestarias y financieras orientadas a sus distritos. Sin legisladores

nacionales cuyos votos cotizar en transferencias intergubernamentales, los líderes subnacionales se encontrarían enteramente sometidos al arbitrio presidencial, y su supervivencia misma en el poder dependería de la voluntad de un Ejecutivo que ya no necesitaría de su cooperación para tomar decisiones en el Congreso.

La Presidenta, en cambio, libre de las presiones subnacionales, podría reorientar

el gasto público, recentralizar las políticas sociales y rediseñarlas a su agrado.

El federalismo fiscal y político argentino alcanzaría así el mayor grado de centralización de su historia, tanto en gobiernos constitucionales como militares. Por eso resulta improbable que los líderes subnacionales peronistas acepten el trato de entregar las listas de legisladores nacionales al Ejecutivo. Ello equivaldría a disolverse como élite de poder.

Resistiendo, en cambio, estos líderes reducirían el margen de maniobra de la Presidenta para determinar su propia sucesión, y repetirían la paradoja estructural

del federalismo argentino: que los gobernantes poco democráticos de las provincias sean los garantes de la democracia nacional, los verdugos del unicato imposible.

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