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El pueblo, ¿lo mejor que tenemos?

16 abril de 2015

Un pueblo que no tiene por costumbre cumplir la ley es el victimario de sí mismo y el gran responsable de su destino

El 5 de abril, La Nación publicó los resultados de una encuesta elaborada por Poliarquía e IDEA Internacional, cuyos principales datos eran los siguientes: para el 79% de la población, en Argentina se vive al margen de la ley. El dato contrastó con el 91% que tiene una alta valoración de la Constitución. Por otra parte, el cuadro se agrava cuando el 43% expresa que está dispuesto a ir en contra de la ley si cree que tiene razón.

En la encuesta también se pregunta sobre la responsabilidad de esta situación y es el Poder Judicial el que aparece a la cabeza. El 33% señala que funciona mal el sistema judicial, el 30% que el ser humano se comporta mal, el 17% que funciona mal el sistema de castigos y el 11% que se desconocen las leyes. Otra dato tan interesante como preocupante es que no existe consenso sobre lo que está bien y lo que está mal.

Los responsables de la encuesta brindan un prolijo y muy interesante análisis de los resultados vinculándolos con el período que parte desde la restauración democrática de 1983. En esta nota se va más atrás en el tiempo. Aquí se sostiene que el incumplimiento de la ley forma parte de nuestra historia y nuestra cultura. Los “publicistas” hace más de un siglo denunciaban la situación y no sólo decían cosas parecidas respecto de los partidos, los políticos y el Congreso, sino que ubicaban en la población el centro de la responsabilidad. Y algunos de ellos decían, concretamente, que el mal que aquejaba a la Argentina era su escaso apego a la ley. Hace más de un siglo no se administraban encuestas tan minuciosas como se hacen hoy, pero los intelectuales dejaban rastro y registro del clima de época que no difiere tanto del existente en nuestros días.

Previamente cabe afirmar que el incumplimiento de la ley originó fenómenos que no son nuevos, como la corrupción, la impunidad y la inseguridad. La corrupción, en la que la clase política desprestigiada es la actora principal ?pero no exclusiva? de las acciones encaminadas a la obtención indebida de los dineros públicos. La impunidad, dentro de la cual los corruptos ni los que violan todo tipo de leyes son pasibles de castigo o sanción. La inseguridad, que engloba la falta de seguridad ciudadana frente al Estado, al Gobierno, al Derecho y los otros ciudadanos. La delincuencia es sólo un extremo de una cadena, el otro extremo son los mismos funcionarios y, entre medio, una sociedad civil gelatinosa y permeable a conductas disvaliosas. Veamos algunos recortes del pensamiento de juristas e intelectuales por la época del primer centenario (citas tomadas del libro de Mario Serrafero, “Primacía de las Instituciones”, 1985).

Joaquín Rubianes, en 1911, respecto del requisito de idoneidad requerido por la Constitución decía: “¿No nos hemos habituado, acaso, sin protesta a la impunidad de las dilapidaciones? ¿No hemos visto durante largo tiempo, practicarse aquí una selección al revés para los puestos públicos, designando constantemente a los menos aptos para su desempeño?”. Rodolfo Rivarola decía en 1910 “hay tanta corrupción social, que los límites entre el negocio y el robo son cada vez más indefinidos”. Joaquín V. González en “El juicio del siglo” (1910) señalaba, “la peor forma de degeneración de las costumbres políticas es la que se traduce en la inmoralidad administrativa, porque ella importa todo un proceso de descomposición del organismo del Estado”.

El desprestigio de la ley desequilibra la balanza en favor del personalismo en el poder.

Raymundo Wilmart ?un notable publicista?, en 1912, había señalado su prevención contra los hombresprovidencia y reclamaba, al fin, ser institucionales. Y, en cuanto al origen y a la forma de gestión de este personalismo remataba: “Resabios caudillescos de mando impiden a unos reconocer que la vida política de un pueblo moderno debe ser circulatoria y no emanada de una persona (o varias) por vía autoritaria (?) Aquí los funcionarios son prácticamente irresponsables, por graves que sean las transgresiones. “.

Un destacado constitucionalista, José Nicolás Matienzo, en un texto clásico de los estudios políticos, “El Gobierno Representativo Federal en la República Argentina” (1917), de cía: “La moral corriente se contenta con que los funcionarios públicos no roben, y los malversadores, que conocen este estado de la conciencia colectiva, no sólo están seguros de la impunidad, sino que toman públicamente como una ofensa que los ciudadanos austeros y los legisladores independientes (rara avis) les pidan cuentas de sus transgresiones”.

El mismo Matienzo dio un panorama que explica una cuestión central de la cultura argentina: cumplir la ley no es una costumbre social en el país. Señalaba: “Las complacencias individuales, los intereses privados, las antipatías personales, son los móviles ordinarios de esas mayorías, que para satisfacer sus gustos e inclinaciones prescinden con mayor o menor franqueza de las leyes, estatutos o reglamentos. La virtud de cumplir la ley no es una costumbre social en la República Argentina”. La falta de respeto a la ley y la impunidad del transgresor han sido comportamientos que no fueron rechazados en forma contundente por la sociedad. En realidad, a nivel social, se impuso como rasgo “normal” la recurrencia a diferentes órdenes de conducta: según la propia conveniencia cabía adecuarse a las normas legales o bien a las prácticas contralegem. ¿A quién puede sorprender, entonces, que los disvalores del facilismo, el amiguismo, la “viveza” y la falta de méritos se hayan fijado tanto en nuestra cultura? ¿Cómo sorprenderse ante la corrupción?

Los gobiernos suelen decir que el pueblo es víctima de injusticias, malas administraciones, intereses internacionales y oligarquías vernáculas. Lo cierto es que un pueblo que no tiene por costumbre cumplir la ley es el victimario de sí mismo y el gran responsable de su destino. No sólo los políticos y las ideologías han solapado y hasta encubierto el problema del incumplimiento de la ley. También los intelectuales se sienten más cómodos con el coqueteo discursivo que evita poner en foco el comportamiento social anómico. Por cierto que hubo excepciones como los autores aquí citados a los que podrían agregarse otros nombres más próximos en el tiempo, como el de Carlos Nino que advertía en “Un país al margen de la ley”, los riesgos de la “anomia boba”. El tema por cierto es de larga data. Con el inicio del 1900 apareció una obra notable. Juan Agustín García, en “La ciudad indiana”, investigó la vida social desde la colonia. El brillante recorrido político, económico, social y humano culminaba con aportes clave e ineludibles para la comprensión de nuestro pasado (y nuestro presente). Remataba García: “Como lo habrá observado el lector, la lucha entre la sociedad y sus instituciones es el rasgo predominante del sistema. Un conjunto de sentimientos, el culto nacional del coraje, el desprecio de la ley, la preocupación exclusiva de la fortuna, la fe en la grandeza del país, imprimen rumbos fijos a la sociedad...predominio del concepto clásico del Estado-providencia, centralización política, papel inferior y subordinado de las asambleas; y en el pueblo, para acentuar y fortificar estas tendencias, el desprecio de la ley convertido en instinto, en uno de los motivos de la voluntad”.

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