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Del dinero, la política y los politólogos

10 junio de 2015

Una relación conflictiva no solo en Argentina sino en todos los lugares del mundo.

Un intendente del Conurbano es denunciado por financiamiento ilegal luego de ganar varias reelecciones. Aparentemente armó una sofisticada trama de compra de votos durante sus 16 años de gestión. Un importante grupo empresario adultera las declaraciones de impuestos para desviar fondos y así financiar a un partido político. Las empresas adjudicatarias de las obras públicas más grandes del país son las principales aportantes a la campaña del oficialismo. No sucedió en la Argentina. Ocurrió en Francia, en Chile y en Brasil. Son los casos conocidos como “Dassault”, “Pentagate” y el Mundial 2014. El dinero y la política tienen una relación conflictiva en todos lados.

¿Cuál es aporte de las ciencias sociales para echar luz sobre este tema? Sabemos cada vez más sobre el uso electoral de la distribución de recursos públicos y sobre los intercambios entre recursos fiscales y políticos. Pero sabemos poco sobre cómo se financian los partidos políticos y las campañas electorales. Aún menos se conoce el impacto de cada estrategia de financiación en las acciones de gobierno. Como esesperable, es difícil extraer de este escaso bagaje recomendaciones sobre cuál es el diseño institucional más apropiado para regular el dinero en la política en la Argentina. Mientras tanto, el mundo sigue funcionando y avanza con reformas en este campo.

En 2009, luego de una campaña electoral en la que el poder de los recursos privados quedó de manifiesto, el oficialismo envió al Congreso un paquete de reformas electorales que tenía entre sus objetivos aumentar el peso del financiamiento público vis-à-vis el privado. La principal intervención fue dirigida hacia la publicidad audiovisual. El proyecto además prohibió que las empresas aporten dinero a las campañas. Los principales partidos políticos en el Congreso estuvieron de acuerdo con este cambio. La nueva ley electoral incorporó esta prohibición pero dejó un vacío legal no menor al permitir que las empresas puedan donar durante el año electoral para el financiamiento ordinario del partido. Es difícil diferenciar entre ambas situaciones sin un sofisticado sistema de auditorías.

El principal argumento detrás de este cambio normativo fue que es inconveniente (razonablemente) que las corporaciones influyan en las campañas. Nadie, sin embargo, cree hoy que se haya logrado ese objetivo. El sistema hizo más difícil en la práctica detectar si las empresas usan su influencia en la campaña para comprar decisiones políticas. Varios países replicaron o están estudiando replicar esta prohibición, pese a que ningún análisis sistemático demostró aún que este cambio haya logrado el resultado buscado.

El escaso debate sobre esta medida específica se inscribe en un déficit más amplio. No hay una discusión sobre cuál debería ser la estrategia para regular el financiamiento de la política. A grandes rasgos, y siguiendo la caracterización que hizo Samuel Issacharoff en un encuentro en CIPPEC hace unas semanas, existen dos modelos para regular el dinero en la política. Por un lado, están aquellos diseños que tratan de controlarlo todo, generando decenas de mecanismos y procedimientos de control. Para los países en este club, el modelo ideal es aquel en el que no hay dinero privado en la política. Por otro lado, está el club de quienes buscan controlar lo menos posible, esperando que la transparencia y por ende la información sobre quién financia juegue una suerte de mecanismo autoregulador. México sería un ejemplo del primer club. Estados Unidos es el modelo paradigmático del segundo.

Cada modelo requiere ciertas condiciones para funcionar. El modelo del máximo control requiere para funcionar bien una fuerte centralización de la justicia electoral. El modelo estadounidense demanda, entre otras cosas, mucha información pública y un sistema de medios y organizaciones lo suficientemente denso como para ejercer el monitoreo.

La Argentina está más cerca del modelo mexicano pero adolece de la centralización de la autoridad electoral para que estos sistemas de control funcionen de modo eficiente. Pero sería difícil implementarel modelo estadounidense. No hay una demanda por información y transparencia para esperar que desempeñen ese control. Poner en agenda el financiamiento de la política implica discutir hacia qué diseño institucional queremos y podemos ir.

Hace unas semanas hubo otro cambio importante en las reglas de financiamiento electoral. El Decreto 776 habilitó los aportes a los partidos políticos con tarjetas de crédito. Se acabó el “solo efectivo” que en la práctica existía en las campañas. En este caso hay estudios previos que indican que la bancarización puede tener un efecto positivo en diversificar las fuentes de financiamiento y en aumentar la información disponible sobre quién financia una campaña. Un análisis del impacto de esta reforma debería evaluar además si contribuye a detectar casos de financiamiento ilegal de las campañas. Politólogos ávidos de objetos de estudio se buscan.

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