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La primaria que no se pudo evitar

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14 julio de 2015

(Columna de Néstor Leone)

Julián Domínguez y Aníbal Fernández son los precandidatos a gobernador del FpV en la provincia de Buenos Aires. El rol del aparato del PJ, los intendentes y los vices.

En un principio eran presidenciables. O pretendían serlo. Ambos, de distinto modo. Con el objetivo común de instalarse, en disponibilidad. Con escasas chances de prosperar en el intento. Cuando el rubro de precandidatos por el Frente para la Victoria al cargo sumaba siete; y se confundían entre la serialidad de postulantes y la prescindencia de Cristina. Hasta que dejaron de serlo. Julián Domínguez, primero. Antes, incluso, de que la Presidenta sugiriera un “baño de humildad” con la eficacia de una orden. Aníbal Fernández, luego. Para emprender, ambos, un camino posible hacia La Plata. Diferente y en competencia, también; y con pretensiones “acotadas” a la provincia más grande del país.

La decisión de Florencio Randazzo de no aceptar el mismo rumbo facilitaría las cosas. Bastante, por cierto. La ecuación electoral que suponía unificar candidaturas a nivel nacional tenía su correlato en la provincia. Y no eran ni Domínguez ni Fernández, precisamente, los elegidos para ello. De ahí la larga espera para confirmar candidaturas y fórmulas, y las tensiones de última hora hasta que cayera el martillo del cierre de listas y no quedara lugar para un cambio de opinión del ministro. Y de ahí, también, la posibilidad de que compitieran ambos. Sin posibilidad de síntesis. Con el objetivo explícito de ensanchar el caudal de votos en las primarias y retener, en las generales de octubre, la provincia que distintas variantes de peronismos gobiernan desde 1987.

Ya en campaña, la pelea parece abierta. Sin favoritismos concluyentes, es cierto. Pero con un escenario con algunas asimetrías. La inclinación manifiesta de buena parte de los intendentes (en especial, los del Conurbano) por Domínguez abrió el juego. Lo mismo que cierta preferencia en el mismo sentido de aquellos otros actores partidarios que completan eso que suele llamarse aparato, sindicatos incluidos. La elección de Fernando Espinoza, intendente de la populosa La Matanza, como compañero de fórmula, parece haber inclinado la balanza. Tanto como cierto perfil del jefe de la Cámara de Diputados, más acorde con estas estructuras tradicionales de poder. Pero, también, algunos recelos con el jefe de Gabinete en la disputa intrapartidaria y, sobre todo, la desaprobación que genera en algunos ámbitos justicialistas Martín Sabbatella, el vice elegido por el quilmeño.

De todos modos, no está dicha la última palabra. El alto conocimiento público de Fernández (y también de Sabbatella) y su larga permanencia en distintos cargos en el Ejecutivo quizá puedan obrar como reaseguro. La mejor performance en las encuestas previas, también. Lo mismo que cierto aprisionamiento de la fórmula rival en esos reductos tradicionales, en una provincia donde el aparato tiene un rol relevante, pero donde también tiene su peso la multiplicidad de provincias diferenciadas que registra su amplia extensión y en donde las cuestiones nacionales suelen tener mayor preeminencia que en otros distritos. El pacto implícito de no agresión entre ambos binomios, trasgredido hasta aquí sólo parcialmente, tendrá como acicate sumar votos y no ponerlos en cuestión en una provincia clave para definir la compulsa nacional. Ese, por lo menos, parece haber sido el mandato de Cristina.

ESPECIFICIDADES

La provincia de Buenos Aires, se sabe, no sólo es la más extensa del país o la que genera la mayor porción del producto bruto nacional. También es la más poblada. O la madre de todas las batallas, en su traducción electoral. Néstor Kirchner, por caso, hablaba en esos términos. Y con conocimiento de causa. Fue la provincia que le permitió ser presidente, en abril de 2003, gracias al apoyo decisivo del aparato justicialista bonaerense, entonces duhaldista. Y la que le permitió consolidar su fuerza en el escenario nacional, con mayor autonomía relativa en varios frentes. La victoria de Cristina sobre Chiche Duhalde, en las legislativas bonaerenses de 2005, formaba parte de eso. Pero también la decisión de convencer a Daniel Scioli para que fuese gobernador del distrito en 2007, cuando la ciudad de Buenos Aires era su plataforma política. O su última pelea en el barro, allá por 2009, cuando optara por ser candidato a diputado por la provincia para potenciar las posibilidades del FPV en uno de los momentos más complicados del gobierno de su esposa.

Se sabe, también, que es una provincia de realidad compleja y de escenarios diversos. Aunque no siempre sus problemas adquieran la forma de problemas “provinciales”. El déficit estructural de sus cuentas, más allá del tipo de administración que se tenga (si es ineficiente, peor aún), genera una dependencia concreta del Estado Nacional. Ligada a como quedó la repartija de coparticipación, desde 1988 a la fecha. Y a la imposibilidad de modificarla, sin contar con la venia de todas las provincias (y sus legislaturas), incluso las de las potenciales perjudicadas. El famoso Fondo de Reparación Histórica del Conurbano fue, en los noventa, la contraseña de Carlos Menem para restañar esa dificultad. Y la clave de la consolidación del poder territorial de Duhalde. Pero no fue solución definitiva. A Carlos Ruckauf, en lo peor de la crisis de 2001-2002 y con un Estado en crisis fiscal galopante, se le diluyó entre las manos. Optaría por dar el salto hacia el Gobierno Nacional antes que lidiar en esas cuentas en ascuas. Pero no recuperaría nunca esa centralidad resignada.

Sólo cuando hubo un vínculo maduro entre un Estado y otro, la cosa tuvo un cauce adecuado. Más allá de las rencillas políticas que pervivan hoy, la experiencia de Felipe Solá con los Kirchner fue buena en ese sentido. Complementaria, en un contexto de recuperación de las principales variables económicas. Y fue aceptable, también, durante buena parte de la gestión Scioli. De hecho, los momentos más complicados de la gestión provincial se dieron a mediados de 2012, cuando los recelos cruzados alcanzaron su punto más alto. En ese momento, el gobierno provincial tuvo que pagar el medio aguinaldo de los empleados estatales en cómodas cuotas ante la intermitencia de la ayuda nacional. La renegociación de contratos en el negocio del juego fue un auxilio modesto, en ese contexto. Y la normalización (siempre provisoria) del vínculo con el Ejecutivo, su salvaguarda. Que habla, por cierto, de otra particularidad de la provincia, tratada varias veces en el estadista: la no correspondencia entre su poder electoral y la capacidad para elegir a su elenco gobernante a par tir de su propia dinámica política.

FORMULAS

Como se dijo, Domínguez encabeza uno de los binomios. El que parece contar con el apoyo más claro de la estructura justicialista bonaerense. Su pasado en el peronismo más tradicional (conservador-católico, diríase) juega a su favor. La preferencia que le adjudican de parte del papa Francisco, también. Aun cuando su itinerario político dentro del kirchnerismo no haya sido todo lo lineal que parece suponer. O, precisamente, por ello. Intendente de Chacabuco en los noventa y funcionario en las gestiones de Ruckauf y en los inicios de Solá, Domínguez no fue un K tempranero y consustanciado. Más bien lo contrario. Su alejamiento de la gestión de Solá apenas se produjo la ruptura de los Kirchner con Duhalde expresa esa pertenencia. Su rol en la campaña de Chiche Duhalde, en 2005, y su candidatura en esa lista, la refuerza. Tanto como habla de su ductilidad política el acercamiento a los Kirchner a partir de 2006 y, sobre todo, el rol gravitante que jugara a partir de septiembre de 2009 para desatar, como ministro de Agricultura de Cristina, los nudos más problemáticos que persistían de la protesta agraria del año anterior.

Los cruces más duros con el binomio rival, episódicos pero concretos, se relacionan con la decisión de hacer valer ese entramado de aliados. Y hacerlo notar. Cuando Domínguez señala que Sabbatella, candidato a vice del jefe de Gabinete, no es “peronista” (casi como una impugnación) e intenta trazar un parangón posible con Julio Cobos camina por esa senda. Las declaraciones de Fernández señalando que aun así van a “tapar a los intendentes con votos”, a su vez, parecieran una admisión de esa dificultad. Que se expresa, de alguna manera, también en la suerte esquiva del jefe de Gabinete con esa estructura desde los tiempos en que se autodefinía como “duhaldista portador sano”. Incluso, en Quilmes, su distrito de origen. La dificultad concreta para garantizar una fiscalización a la altura de las circunstancias, aun cuando la fórmula del quilmeño pareciería tener más chanches en las encuestas, aparece por estas horas como el dato que más les preocupa.

La mejor llegada que suele tener el binomio Fernández-Sabbatella entre el votante kirchnerista más puro (¿menos peronista?) pareciera ser la contracara. La historia política del presidente del AFSCA como duro crítico de los llamados “barones” del conurbano e impugnador activo de esa estructura del PJ, desde sus tiempos de joven intendente de Morón, exitoso y de centroizquierda, tiene que ver con esa impronta. Pero también la mutación del perfil del jefe de Gabinete durante estos años, más proclive a cierta discursividad progresista: su rol de vocero del Gobierno en algunas iniciativas de avanzada, su locuacidad para batirse a duelo dialéctico con algunos referentes de la oposición (periodistas, incluidos) y su sagacidad para hallar respuestas ocurrentes ante cada embate contribuyeron en ese sentido. Aunque, claro, eso por sí solo no le asegure el grueso de los votos del sector.

La prescindencia de Cristina, pero también la de Scioli (aunque algunos hablan de una preferencia no manifiesta por el hombre de Chacabuco) marcarán la no resolución “anticipada” de la disputa.

La necesidad de ensanchar el caudal de votos para asegurar el predominio de la provincia y, sobre todo, sumar voluntades para favorecer las chances en las presidenciales será la apuesta compartida. No sin rencillas, ni operaciones cruzadas.

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