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Transparencia: el nombre de la lucha por el sufragio

urnas4
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18 septiembre de 2015

Un efecto de las elecciones tucumanas es la puesta en cuestión de la neutralidad del Estado en el proceso electoral.

Nos aproximamos a otra encrucijada para la democracia argentina. Con la transparencia electoral como eje, luego de los escandalosos comicios de Tucumán, desde la oposición se anunció un plan para evitar que haya fraude en octubre. Desde el oficialismo, dirigentes del kirchnerismo comenzaron a mostrarse más abiertos a reconocer las fallas del sistema electoral vigente. Algunos, como el propio José Alperovich, con confesión de parte y relevo de pruebas, admitiendo que la compra de votos y las alteraciones en los cómputos son práctica habitual, de todos y desde siempre. Otros con más criterio, como los gobernadores de Salta, Juan Manuel Urtubey; de San Juan, José Luis Gioja; y de Misiones, Maurice Closs, coincidieron con el reclamo opositor de modificar en el futuro la actual modalidad de boletas impresas múltiples. Gioja reconoció que hay que “revisar el sistema electoral”, Urtubey admitió que “no se sostiene más que la gente se vaya a dormir y no sepa quién ganó la elección” y Closs calificó de “cocoliche” el sistema y manifestó que “no es sólo de Tucumán el problema, es de las 24 provincias”.

El Gobierno Nacional es el principal responsable de resguardar la transparencia de los comicios; no sólo de garantizar un ganador sino de que quienes pierdan acepten el resultado y no quede flotando en la sociedad la sensación de sospecha. Pero aquí tenemos un gran problema: en nuestro país, la Dirección Nacional Electoral es un organismo dependiente del Gobierno, sin autonomía ni participación de otras fuerzas políticas. Y un gobierno que ha confundido los dominios del Estado con los del partido (o “el proyecto”, compite con sus propios candidatos, los que en varios casos prominentes son quienes deben, al mismo tiempo, arbitrar la competencia. Son los propios funcionarios-candidatos en quienes depositamos nuestro mandato para que actúen imparcialmente, los que transgreden ese principio elemental, utilizando sus funciones públicas y recursos para hacer campaña en su favor y denostar a sus contrincantes.

Además, la ley electoral es muy laxa con el uso de los fondos públicos y del Estado para hacer campaña pronunciando así el efecto de “cancha inclinada” en favor de los que compiten “por el poder desde el poder” y respecto del resto. Ellos disponen de los fondos para el financiamiento sin controles efectivos, mecanismos de rendición de cuentas lábiles, uso y abuso de estructuras estatales para hacer campaña, y propaganda disfrazada de actos de gestión de gobierno. No se trata de cargar las tintas sobre estas prácticas y deslegitimar la institución básica de la vida democrática. De lo que se trata, sí, es de advertir sobre las consecuencias de apropiarse de las reglas de juego, erosionar los controles sobre su ejercicio, soslayar los abusos de poder y desnaturalizar así la expresión de la voluntad popular.

En este caso, lo que quedó en evidencia son fallas y deficiencias que pueden ponernos en un grave brete si, como lo marcan hasta ahora las encuestas, las elecciones del 25 de octubre no permiten consagrar al próximo presidente en primera vuelta. Fallas y deficiencias que tienen que ver con la organización del acto comicial, con el mecanismo de emisión del voto, con el control del escrutinio, pero también con prácticas políticas que fueron tenidas como “normales” y, descorrido el velo, se evidencian como socialmente inadmisibles y son motivo de una reacción ciudadana. Estas involucran, entre otras cosas, la cuestión de fondo del financiamiento político y la corrupción.

No es un problema que afecta solamente a nuestro país, está al tope de la agenda de las democracias en el mundo. A comienzos de este mes se realizó en México DF un importante evento, la Conferencia Global sobre Financiamiento Político, organizada por IDEA (Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral) con la participación de especialistas y funcionarios electorales de alto nivel de los cinco continentes, para tratar los desafíos que trae consigo la relación entre el dinero y la política. Desde la experiencia comparada se remarcaron allí cuatro cuestiones principales: 1) cómo proteger de manera eficaz a la política y a las elecciones de la influencia indebida del dinero, incluida la penetración del “narcodinero” y del crimen organizado, 2) cómo garantizar condiciones justas y equitativas en la competencia electoral, 3) cómo lograr niveles adecuados de transparencia y rendición de cuentas de los actores políticos hacia la ciudadanía y 4) cómo fortalecer los órganos de control y el régimen de sanciones, con el objetivo de garantizar el cumplimiento eficaz de las normas en materia de financiamiento político.

La Cámara Nacional Electoral, órgano judicial superior que tiene a su cargo en nuestro país controlar la legalidad de los comicios, dio un buen paso al convocar a una audiencia a los partidos políticos y las Ongs ciudadanas para tratar la cuestión. Faltaría que los propios candidatos presidenciales en conjunto con las máximas autoridades encargadas de garantizar la neutralidad de los órganos electorales competentes en los comicios de octubre, hicieran lo propio mediante un compromiso público. Ni la autocomplacencia del oficialismo con prácticas de clientelismo y malversación del voto ni la ligereza de algunas reacciones y propuestas pretendiendo cambiar los sistemas de votación sobre la marcha, a pocas semanas de las elecciones nacionales, pueden ocultar el “mar de fondo”. Cuando hay una elección competitiva, sin ganadores “cantados”, el sistema electoral debe someterse a pruebas de consistencia especiales para procesar los resultados con eficacia y veracidad. No se trata solamente del voto electrónico, sino de la propia institución del sufragio que debe ser protegida de cualquier manoseo o manipulación

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