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Afganistán: una mirada desde la política exterior argentina

Biden-comitiva
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30 agosto de 2021

Por Tomás Múgica

La retirada norteamericana de Afganistán -y la caída de ese país en manos del Talibán- ha sido la noticia internacional de mayor impacto en las últimas semanas. Las razones son lógicas: tras 20 años de guerra y ocupación, todo parece volver a fojas cero. Las tropas norteamericanas abandonan el país, los talibanes vuelven al poder del que habían sido desalojados por los propios americanos en 2001. Las escenas caóticas evocan la caída de Saigón en 1975.

El balance es amargo. Hay matices, por supuesto: Estados Unidos logró desalojar a Al-Qaeda de Afganistán. Pero US$ 2,2 billones -según un estudio de la Universidad Brown-, más de 2,500 bajas militares y decenas de miles de muertos afganos no fueron suficientes para construir en ese país un Estado moderno según el modelo de democracia liberal promovido por Occidente.

En tal sentido, se trata de un claro fracaso no sólo de Estados Unidos sino también de sus socios de la OTAN, que participaron activamente de la misión durante dos décadas de guerra.

Ante la crisis afgana, desde la perspectiva de la política exterior de nuestro país, podemos preguntarnos si hay algún interés del Estado Argentino involucrado en esta situación. En términos más concretos -y más allá de la reacción que a nivel individual pueda suscitar el regreso de los talibanes al poder- el interrogante que se plantea es si los decisores estatales debieran prestar atención a lo que sucede en Afganistán y por qué.

Resulta claro que la influencia de un país como Argentina sobre el escenario de conflicto es ínfima o nula. Al día de hoy, no cuenta con el músculo militar, la capacidad económica ni la decisión política para intervenir en un conflicto de esta naturaleza. Nuestro país participa en misiones de paz (actualmente Colombia, Chipre, República Centroafricana, Sahara Occidental y Golán/Líbano) mediante contingentes pequeños: unas 330 personas en total. Pero no en operaciones de gran escala como parte de una alianza militar, como es el caso de la OTAN.

Sin embargo, en esta fase de la globalización, nada del mundo puede ser ajeno. El monitoreo del escenario internacional debe ser continuo, a fin de alimentar la construcción de estrategias y la toma de decisiones de política exterior. Partiendo de ese supuesto, planteamos tres puntos a tener en cuenta, desde la perspectiva argentina, respecto a la crisis de Afganistán: derechos humanos, rol de Estados Unidos a nivel mundial y terrorismo.

Primero, frente a una situación de -al menos potencial- violación masiva de derechos humanos como la que se plantea tras la toma de Kabul por el Talibán Argentina debe defender un estándar claro en esa materia. Los principios ordenadores de la política exterior argentina en materia de derechos humanos deberían ser la fidelidad a una historia signada por la violencia política y el terrorismo de Estado -que vuelven moralmente inaceptable el respaldo o la indiferencia frente a políticas represivas en otros Estados- y la defensa del prestigio ganado por nuestro país en ese terreno desde el retorno de la democracia (prestigio que forma parte de nuestro soft power). Ello en un marco de realismo respecto a nuestras posibilidades de influir en la situación concreta.

En este terreno, la posición argentina frente a la crisis afgana parece consistente con su pasado y con las posibilidades que ofrece el presente. El Gobierno participó en un comunicado firmado el 18 de agosto por 19 países, más la Unión Europea, mediante el cual se expresa preocupación por la situación de derechos humanos en Afganistán, especialmente de los derechos de las mujeres. Un acción limitada, pero de peso simbólico.

Segundo, la crisis en Afganistán exige leer adecuadamente que novedades introduce esta retirada respecto al peso global de los Estados Unidos y su rol en relación a nuestra región y nuestro país. Un riesgo, habitual en estos tiempos, es interpretar esta derrota como una prueba irrefutable de la decadencia norteamericana, que habilita a adoptar posiciones más duras frente a ese país.

Por cierto, se trata de un revés indisimulable, que debilita la credibilidad de Estados Unidos y que se enmarca en un proceso de redistribución del poder global en el cual ese país pierde poder relativo. Sin embargo, parece difícil aseverar que implique un derrumbe del poder americano. Estados Unidos continúa siendo la primera potencia militar a nivel global, la mayor economía mundial (a precios de mercado) y mantiene el liderazgo en materia tecnológica.

Si se acerca el zoom al plano regional y local, aunque su atención está focalizada en Asia (Indo-Pacífico, Asia Central y Medio Oriente) y Europa, la presencia -e influencia- de Estados Unidos en América del Sur continuará siendo muy significativa. En el caso de nuestro país, se suma la debilidad argentina en materia financiera, que la sitúa en una posición vulnerable frente a Wall Street y los organismos multilaterales de crédito controlados por Estados Unidos.

En resumen, Estados Unidos se retira de Afganistán, pero no de nuestra región, donde su disputa con China probablemente se intensifique en los próximos años. Una lectura cuidadosa de la situación aconseja, por lo tanto, mantener la prudencia y evitar introducir un sesgo antiamericano en nuestra política exterior.

Tercero, se debe evaluar cuales podrían ser las consecuencias del retorno de los talibanes sobre la acción del terrorismo a nivel internacional. En su anterior Gobierno (1996-2001), el Talibán constituyó un apoyo fundamental de Al Qaeda y es considerado, además, una organización terrorista por el Consejo de Seguridad de la ONU ¿Se convertirá nuevamente Afganistán en un santuario de organizaciones terroristas inspiradas en versiones extremas del islam?

A diferencia de lo sucedido a fines de los '90, en esta ocasión parecen existir mayores obstáculos para que ello suceda. Los interesados en evitar ese escenario son poderosos: no sólo Estados Unidos; también China y Rusia, con significativas minorías musulmanas (en Xinjiang, en el caso chino y en el Cáucaso y Asia Central, en el caso ruso). Pero también hay una asimilación, por parte de los nuevos dueños de Afganistán, de las experiencias pasadas: las negociaciones con Estados Unidos en Qatar en 2020 y la visita de uno de sus líderes a China, en el mes de julio pasado, parecen indicar que los talibanes buscan mostrar un perfil más moderado hacia los actores externos, de manera de evitar reacciones adversas.

En cualquier caso, su conducta futura es incierta, y por ello resulta necesario seguir con especial atención la evolución de los sucesos en Afganistán. Argentina tiene una historia dolorosa con el terrorismo, protagonizado por organizaciones vinculadas al islamismo radical y deberá estar atenta frente a una eventual reactivación de este tipo de actividad en la región.

Aunque alejada geográfica y políticamente de los acontecimientos, Argentina debe tomarlos en cuenta en su estrategia de política exterior. El apego a los derechos humanos y al prestigio ganado por nuestro país en ese terreno, la prudencia para evaluar las consecuencias del revés de Estados Unidos y una actitud vigilante en relación al terrorismo, deberían guiar nuestra conducta externa frente a la debacle de Afganistán.

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