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28 mayo de 2019

por Mara Pegoraro y Daniela Yozzi

Promueve una cultura más igualitaria y diversa, ¿pero servirá para abandonar la noción de que las mujeres constituimos una excepción?

Tres preguntas suelen captar la atención en los debates en torno a la representación política: qué es la representación, cómo y cuándo se produce y quiénes son los representantes. Una cuarta pregunta subyace a todas ellas cuando nos ponemos los anteojos violetas. ¿Qué determina el acceso al cargo público?

Parecería que la probabilidad de acceder a cargos de representación no depende tanto de cuestiones normativas sino de la presencia de ciertas condiciones mayoritarias que poco tienen que ver con la idoneidad para ocupar cargos públicos. Es por esto que la cuestión sobre quién es ?y más importante aún, quién no es? seleccionade para conformar una lista es crucial para comprender qué calidad de democracia representativa tenemos y qué calidad de representación democrática ostentamos.

Las mujeres ofrecemos un gran ejemplo a propósito de la representación de la diversidad: somos esa mayoría silenciosa que puede elegir representantes pero que encuentra grandes dificultades para acceder a cargos de representación. En el caso argentino, luego de la aprobación del voto femenino en 1947, el siguiente avance legislativo en favor de derechos políticos fue la Ley de Cupo Femenino de 1991. Esta innovadora propuesta, que exige un piso mínimo del 30% de candidatas en las listas legislativas, constituyó el reconocimiento explícito de las dificultades de las mujeres para consolidarse como oferta electoral competitiva.

Sin embargo, más allá de las intenciones del cupo, desde hace 20 años la proporción de mujeres en el Congreso se mantiene en un 34% ?apenas por encima del piso mínimo establecido por la ley? y sólo el 16% de los partidos han contado con mujeres como cabeza de lista. Los defensores del cupo no advirtieron el profundo enraizamiento de los prejuicios patriarcales respecto a las habilidades (políticas) de las mujeres. Los mayores detractores de esta iniciativa construyeron la idea de que los partidos carecen de cuadros políticos femeninos. Por lo tanto, el cupo atenta contra el pretendido principio meritocrático de la política: para cumplir con la ley, se convertirían en candidatas las “esposas, hijas, amantes” de líderes partidarios hombres, y por ende carecerían de experiencia política. Cuando a esta ficción se suma el temor de ciertos actores ante la pérdida de poder que supone el armado de listas, el cupo se convierte en un techo de cristal institucionalizado antes que en un promotor de la diversidad representativa.

En noviembre de 2017 se sancionó la Ley de Paridad de Género en Ambitos de Representación Política que establece que la conformación de listas legislativas debe realizarse “ubicando de manera intercalada a mujeres y varones”. Su objetivo es disolver el imprevisible techo de cristal de la Ley de Cupo al obligar a la conformación de las listas legislativas nacionales en paridad 50/50 y de forma intercalada para garantizar la posibilidad efectiva de obtener cargos electivos.

Indudablemente, la ley de cupo fue un paso en pos de la diversificación de los temas de la agenda legislativa cuando consideramos el trabajo de las legisladoras desde entonces: Ley de Cupo Sindical Femenino (Ley 25674/02), de Salud Sexual y Procreación Responsable (Ley 25673/02), de Protección Integral de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes (Ley 26061/05) o de Protección integral para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres (Ley 26485/09), entre otras.

Ahora bien, cabe preguntarnos si estas leyes agotan la agenda de género. Los temas tratados en el recinto y aprobados, hasta ahora, dan cuenta de una agenda construida sobre dos ejes: reclamos de incorporación/reconocimiento y políticas destinadas a la protección de mujeres víctimas. La agenda de género se presenta de esa forma como o bien políticamente correcta o bien como materia de salud pública. Pareciera que sólo así presentada la agenda de género podría ser aceptada por la mayoría de los actores y en especial por los hombres.

Sin embargo, la agenda de género no termina con la incorporación de mujeres, empieza por allí. Porque de esa incorporación depende que la agenda de género deje de ser sectorial y específica para convertirse en una perspectiva que transforma la agenda política y, por ende, la agenda pública.

Si la lógica de la representación reside en la idea de que los representantes políticos “hablan” en nombre de individuos que pertenecen a distintos grupos sociales, la política de la presencia es fundamental. La ley de paridad promueve una cultura más igualitaria y diversa, equilibra la distribución en el escenario de la representación. ¿Servirá para abandonar la noción de que las mujeres constituimos una excepción?

El 27 de octubre a la noche tendremos la respuesta definitiva.

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