Por Julio Burdman
Para bien o para mal, el Presidente, la coalición oficialista y la dirigencia argentina en su conjunto han decidido atar la suerte del Gobierno a la renegociación de la deuda. El Presidente lo ha explicitado a través de la omisión: salvo excepciones como Justicia, género y aborto, buena parte de las áreas de gobierno aún no presentaron en sociedad un horizonte de largo aliento. El ministro de Economía, Martín Guzmán, fue más contundente aún. “Un plan económico no es venir con un powerpoint”, dijo en su presentación ante el Congreso. A buen entendedor, pocas diapositivas.
Si mostráramos esto en forma visual, la renegociación sería un nodo inicial. Recién ahí veríamos si lo que sigue a la puja financiera es un Plan A, Plan B o Plan Z. Este último ya lo conocemos: default, 2002 y a remarla con lo nuestro. Politización, diáspora (casi un millón de personas abandonaron Argentina en la primera década del Siglo XXI, unas 30 veces más que los exiliados de la dictadura), algunos ganadores e incontables perdedores, nuevas alianzas internacionales. Pero esta vez sin una soja salvavidas en el horizonte. No sabemos qué puede pasar pero nuestras perspectivas serían tan caóticas que el clima mundial del coronavirus se convierte, de repente, en una buena noticia. Porque nuestra coyuntura catastrófica se vería como disimulada (y hasta justificada) en medio del tsunami global.
Plan A y B serían dos caminos en los que no caemos en default. En uno se logra el objetivo de máxima de Guzmán y el presidente: reperfilar plazos de modo tal que podamos hacer expansividad hacia adentro y darles a los bolsillos cierto alivio. Estaríamos ante un FMI lo suficientemente innovador y benévolo como para aceptar las premisas del gobierno argentino, y encima ayudarlo a convencer a los acreedores privados. En el otro plan, se acuerda un cronograma de pago sustentable pero con los cinturones ajustados hasta 2023. Un FMI y unos acreedores privados un poco más abiertos y comprensivos pero no lo suficiente como para olvidar sus ganas de cobrar bien, ni para que abdiquen de su capacidad de presionar políticamente para llevarnos a una reestructuración de tipo uruguayo. Desde el punto de vista del financiamiento argentino, A y B no serían tan distintos pero políticamente sí lo son. En uno el peronismo respira, en el otro se asfixia. Tal vez, hoy lo más probable esté entre A y B pero aún no sabemos qué tonalidad intermedia nos tocaría.
Yendo al trasfondo político del asunto, uno de los aspectos serios es que está en juego el prestigio del peronismo para sacarnos de una crisis. Y decimos “el peronismo” porque el Frente de Todos comprometió a las diferentes expresiones del movimiento de movimientos detrás de una coalición de gobernabilidad. La elección de Alberto Fernández como candidato también se produjo en ese marco: su experiencia de gestión y su potencial como coordinador de los peronismos lo pusieron ahí.
Pero el peronismo, en este caso, es más que el partido que obtuvo el 48% de los votos. Ese mismo que, según sus críticos, no deja terminar mandatos a sus adversarios. El peronismo, en la democracia argentina de 1983, ha venido también funcionando como un soberano de última instancia. El partido que viene al rescate. Eso que significa el peronismo es un bien común que va más allá de su propio espacio. Varios argentinos que nunca votaron ni votarán al peronismo también disfrutan de su servicio público de estabilización social.
¿Por qué el peronismo desempeña esa función? Por su peso en el sistema representativo, por su capacidad de reunir mayorías electorales, y también, en buena medida, por el mito que se ha construido alrededor de él. Es uno de los pilares de nuestro régimen. Un fracaso de Alberto implicaría que la política argentina se abriría a un abanico de posibilidades. Incluyendo la posibilidad de que muchos votantes de Alberto se enojen con Alberto.
En la competencia democrática, muchas veces mis virtudes son los defectos del adversario. Y una de las fortalezas del peronismo es la demostrada incapacidad del antiperonismo para robarle votos. Mauricio Macri, desde Guatemala, confirmó que hablarle a los peronistas no está en ninguna página de su agenda. La única dirigente del cambiemismo que podría intentar algo así es la audaz Patricia Bullrich, y eso es un riesgo para la planificación peronista. Mientras tanto, no es una mala idea que el propio universo peronista se ponga a discutir de política. Fernández presentó un proyecto de legalización del aborto y desde adentro del Senado peronista saltaron las primeras objeciones de conciencia. También fueron los peronistas los que más se quejaron de los aumentos jubilatorios, y es el peronismo el que discute la situación procesal de Julio de Vido y Amado Boudou. Poner al peronismo a discutir y a monopolizar la agenda pública es lo más inteligente que está haciendo Alberto en materia política: un peronismo unido, vertical y atado de manos, en la actual situación de vulnerabilidad nacional, es un riesgo para el Frente de Todos y para todos los demás.