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Ante el fin de otra ilusión

11 abril de 2011

(Artículo publicado en la edición Nº28)

La incorporación de Menem y Saadi a la coalición oficialista prueba que el peronismo suele incurrir en contradicciones

Cada tanto, con sorprendente versatilidad, el peronismo le ofrece a la cultura política

argentina una nueva ilusión. El contenido de esa ilusión nunca es, enteramente, un artificio: tiene siempre un sustrato, simbólico u organizativo, en la proteica estructura de sentimientos y maquinarias políticas que siempre ha sido el peronismo. Pero el sentido de la ilusión, su consistencia operativa, es invariable: persuadir a quienes quieran ver y oír que esa ilusión, la ilusión de turno, es la verdad, que esa verdad es la

realidad, y que esa realidad de turno es el peronismo.

Sin embargo, también invariablemente las ilusiones llegan a su fin, y lo hacen, de nuevo invariablemente, del mismo modo: mostrando que la organización es más importante que los símbolos, y que la supervivencia de la organización es la prueba del budín, el principio de realidad al que no se puede renunciar. Esto es, precisamente,

lo que ha ocurrido en estos días con la incorporación oficial de Carlos Menem y Ramón

Saadi a la coalición kirchnerista.

El kirchnerismo construyó, desde sus albores, su propia ilusión: la de constituir una renovación de la política. Pero esta ilusión distó de ser novedosa. Estuvo, desde el comienzo, en los orígenes del peronismo, en la amalgama de militares y sindicalistas, de conservadores y radicales nacionalistas, que formó la coalición peronista de 1945-55. Estuvo, también, en la mítica resistencia de comandos proletarios que

exigían el retorno de la democracia plena. Estuvo en la empresa vandorista de refundación del Partido Laborista liquidado por Perón a través de la cooperación reticente con la dictadura militar desarrollista de Onganía.

Estuvo, trágicamente, en las “formaciones especiales” cuya lucha armada facilitó el retorno de Perón y del peronismo en 1973. Estuvo, más efímeramente, en la Renovación que acotó el poder sindical en el PJ, democratizó su vida interna y corrió sus definiciones ideológicas para competirle al alfonsinismo el espacio simbólico de la socialdemocracia. Estuvo, de manera más exitosa y duradera, en la actualización doctrinaria del menemismo, que se propuso resolver la crisis del esquema de desarrollo argentino desmantelando el aparato estatal creado por el peronismo

original.

Todas estas ilusiones buscaron construir un relato de idéntica factura: el de un actor, a veces individual, otras colectivo, que llegaba desde fuera de la política ordinaria para renovarla. Perón llegó desde las Fuerzas Armadas. La Resistencia llegó desde los pueblos y los barrios. El vandorismo llegó desde la lucha anónima de las comisiones internas de las fábricas. Las “formaciones especiales” llegaron desde la izquierda,

el catolicismo revolucionario y la clase media antiperonista. La Renovación llegó desde

las jóvenes generaciones de políticos anteriormente obturadas por la hegemonía sindical en el partido.

Menem llegó desde los confines norteños del país y de las luces de la farándula.

Kirchner llegó, como él mismo se ocupó de marcarlo en su primer discurso presidencial, desde el sur, desde los confines de la Patagonia. Todas estas ilusiones estuvieron sostenidas, como todo relato, en cuidadosas combinaciones de ocultamientos e iluminaciones.

De Perón se ocultaron su participación en el golpe militar contra Yrigoyen y su alianza inquebrantable con los líderes conservadores del interior, mientras se iluminaba su alianza menos inquebrantable con el sindicalismo de las zonas urbanas e industrializadas. De la Resistencia se ocultó la participación de sus ideólogos y financistas en el aparato de persecuciones a la oposición y la prensa montado por el gobierno peronista precedente, mientras se iluminaban la valentía y la lealtad de sus cuadros sindicales y barriales. Del vandorismo se ocultaron las complicidades con las Fuerzas Armadas en la formación del sistema de obras sociales, mientras se iluminaba su ambición de control partidario e impugnación simultánea del liderazgo distante de Perón y de la democracia restringida de Illia.

De las “formaciones especiales” se ocultaron la ambición de poder y la concepción instrumental de la violencia como forma de acción política, mientras se iluminaban

el sacrificio de sus militantes y la radicalidad de sus metas. De la Renovación se ocultaron las imbricaciones con el mundo empresarial que se declamaba impugnar, mientras se iluminaba la vocación de democratización organizativa e ideológica de sus líderes y animadores intelectuales.

Del menemismo se ocultó el protagonismo de sus dirigentes y principales apoyos tanto en la gesta renovadora como en el colapso del isabelismo, mientras se iluminaban la audacia y los ímpetus modernizadores de su líder y de sus políticas. Del kirchnerismo se ocultó la colaboración decisiva de sus líderes con las políticas menemistas y su rol protagónico en la liga de gobernadores que contribuyó a empujar la caída de Fernando De la Rúa, mientras se iluminaban los cambios impulsados

en la Corte Suprema y la reapertura de los juicios a los represores.

Pero en todas estas ilusiones lo oculto terminó por aparecer, como lo reprimido retorna, bajo las luces del centro de la escena. Con el primer Perón aparecieron como paladines de la justicia social los conservadores en el liderazgo partidario y las gobernaciones. Con la Resistencia aparecieron como héroes de la democracia

los aduladores y burócratas que antes la ahogaron con leal pasión. Con el vandorismo reaparecieron esos mismos dirigentes junto a sindicalistas acomodaticios convertidos en representantes del verdadero movimiento obrero.

Con las “formaciones especiales” aparecieron como desinteresados luchadores cuadros de aparatos políticos marginales empeñados en apropiarse de la maquinaria central de la política argentina. Con la Renovación aparecieron como emblemas de la democratización y la transformación socialdemócrata del peronismo dirigentes

criados y financiados por los principales grupos económicos del país.

Con el menemismo aparecieron como modernizadores económicos y políticos de la Argentina los jefes de los principales aparatos patrimonialistas y clientelistas que manejan hace décadas la vida electoral. Con el kirchnerismo aparecieron como férreos

defensores de los derechos humanos y críticos implacables del neoliberalismo innumerables dirigentes ?empezando por los líderes máximos? que toleraron disciplinadamente, desde dentro del PJ, los indultos menemistas y colaboraron

activamente con las privatizaciones y el sostenimiento de la convertibilidad.

Con el cristinismo aparecen ahora como parte del “proyecto nacional y popular” llamado a renovar la política y defender la soberanía nacional un presidente cuya gestión habrían desarticulado ese “proyecto” y un gobernador cuyas prácticas políticas

llevan la marca herrumbrada del patrimonialismo represivo.

Algún lector peronista dirá: nunca hubo ilusión; siempre supimos que nuestro movimiento incluía a todos, a la pluralidad de la cultura política argentina; siempre supimos que los ladrillos ?como decía el General? también se hacen con bosta. Quizás la voz de ese lector se escuche más fuerte ahora, con Menem y Saadi de coro, cantando la verdad 21: lo que vence al tiempo no es la ilusión, sino la organización.

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