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Chile en la encrucijada

10 marzo de 2014

(Columna de Juan Negri, candidato a doctor en Ciencia Política en la Universidad de Pittsburghy docente en la Universidad Torcuato Di Tella)

El modelo político chileno es de consensos y gradualismo, un esquema con beneficios pero también problemas

Hace dos meses, Chile eligió a la sucesora de Sebastián Piñera. Será la primera vez que uno de los presidentes desde la transición vuelve al cargo. En este caso, tras un popular primer período (2006-2010), Michelle Bachelet volverá a La Moneda. Este fenómeno es más notable al tratarse de una mujer, socialista y que no pertenece a ninguna de las familias políticas que pueden contar varios presidentes entre sus integrantes, tan comunes del otro lado de Los Andes.

El modelo político chileno es uno de consensos y gradualismo, que ha llevado a unos éxitos formidables: dramática reducción de la pobreza, crecimiento económico sostenido y un envidiable respeto por las instituciones. Pero no todas son rosas: Chile hoy parece envuelto en una agitación social (como aquel “Viento del Norte” que describió Gabriela Mistral, aquel que si no “se apura el paso? te coge el torbellino”) que no se condice con sus muy buenos números macroeconómicos.

¿A qué se debe este malestar? Me detendré en dos aspectos. Una primera cuestión es el funcionamiento del sistema político chileno. En segundo lugar (y muy relacionado con el primer elemento), destacaré la posible “crisis de legitimidad” que podría estar generándose en Chile a partir del surgimiento de un nuevo actor social. Vale la pena destacar que el funcionamiento de las instituciones chilenas ha sido (y es) muy elitista. La representatividad es baja porque las decisiones más importantes se realizan mediante la democracia de acuerdos mediante la cual un presidente fuerte pacta con los grandes actores marginando a un Congreso relativamente débil. Además, la participación ciudadana no tiene canales para manifestarse más allá de las elecciones, ya que los partidos están dominados por fuertes liderazgos que definen las candidaturas. La rendición de cuentas tampoco está debidamente instaurada. Los chilenos hablan despectivamente de la partidocracia para describir un sistema de partidos estable (entre los más sólidos de la región, sin dudas) pero con pocas instancias de intervención ciudadana. Por último, el modelo económico es más duro con los que menos tienen: el ingreso está muy mal distribuido y los legados político-sociales del pinochetismo (salud, educación y jubilaciones privadas) son una pesada carga para los más pobres, que deben apoyarse en programas estatales.

Esto ha generado una sociedad dual en lo que respecta a la previsión social. ¿Podrá la popular Bachelet estar a la altura de las circunstancias y realizar los cambios profundos que parte de la ciudadanía le reclama? ¿Los socios izquierdistas de su coalición lograrán que abandone el perfil moderado de su primer mandato?

Lo más probable es que no: los incentivos por parte de los partidos políticos (que son los que finalmente deciden esta cuestiones) para mantener el statu quo son muy altos. No se debería olvidar que el Chile después de Pinochet se caracteriza por una continuidad que se explica, en parte, por la estructura institucional. Ejemplo paradigmático en las aulas universitarias de “transición tutelada”, Chile mantiene estructuras que dificultan violentos golpes de timón como los que algunos esperan que la flamante presidenta encabece. En Chile las instituciones no producen ni ganadores ni perdedores absolutos, sino cambios marginales. En este sentido Chile sea tal vez el ejemplo más acabado en la región de “democracia madisoniana”, en palabras del teórico Robert Dahl.

En el corazón de la estructura institucional se encuentra el sistema electoral. El famoso “sistema binominal” chileno genera incentivos fortísimos a la formación de amplias coaliciones. Esto tiene importantes consecuencias políticas. En primer lugar, Bachelet debe atender las demandas de varios actores con poder de veto, como lo son sus socios electorales. A pesar de que en Chile existe una amplia desaprobación de los partidos políticos (que incluye a la Concertación que eligió a la misma Bachelet hace ocho años), ellos siguen siendo muy fuertes. Esta característica transforma a Chile en una rara avis en una América Latina que no se caracteriza por la resiliencia de sus fuerzas políticas. A pesar de que el descontento con los partidos la obligó a cambiar el nombre de su alianza (la Concertación fue reemplazada por un más fresco Nueva Mayoría) y personalizar la campaña en la figura de la candidata, estos cambios son más aparentes que reales.

Como claro ejemplo, los socios de Bachelet han vetado varios nombres en su Gabinete, que ha sido mucho menos renovador de lo esperado. Este tiene varias caras experimentadas de previos gobiernos de la coalición (como Nicolás Eyzaguirre o José Gómez) y muchas menos mujeres que la prometida bajo la supuesta paridad de género (las mujeres ocupan menos del 40% de los cargos y han sido relegadas a carteras de segundo orden, como Deportes, Cultura y Artes o Vivienda). Los estables e integrados partidos chilenos difícilmente estén dispuestos a una aventura personalista de la Mandataria, que los margine del gobierno o que les reduzca el poder.

¿Podría Bachelet hacer un cambio en la manera de hacer política que le exigen sus votantes con varias de las mismas caras que vienen gobernando Chile, para bien o para mal, desde 1990? Adicionalmente, a pesar de que Bachelet logró una cómoda victoria, su mayoría en el Congreso en Valparaíso no es tan abrumadora porque el sistema electoral no produce arrastres. Por ende, Bachelet tiene que negociar no sólo con la coalición opositora de derecha sino también con su propio partido.

En segundo lugar, es preciso señalar que la estabilidad de cualquier democracia depende no solamente de su desarrollo económico, sino también de la eficacia y la legitimidad de su sistema político. En palabras del sociólogo político Seymour Lipset, esto último implica mantener la creencia de que las instituciones políticas son las más apropiadas, lo cual a su vez tiene que ver con la manera en que el sistema político fue resolviendo las controversias sociales. En este sentido, las crisis de legitimidad son muchas veces crisis de cambios en los valores de segmentos relevantes de la sociedad. Esto es importante en el caso chileno porque su democracia está trabajosamente pariendo un nuevo actor con aspiraciones y demandas inéditas: las clases medias.

En este sentido, la democracia chilena sufre los efectos de su éxito. La explicación reside en la relación positiva que hay entre los niveles crecientes de prosperidad económica, social y política y el incremento de la demanda de bienes públicos. Chile hoy experimenta una fuerte exigencia social de mayor calidad en la oferta de transporte y educación. Detrás de estas demandas se ubica una flamante clase media que quiere que sus pretensiones sean escuchadas. Cuando un nuevo actor político plantea exigencias que el sistema no satisface, puede generarse una crisis de legitimidad. Esta es la cuestión del “cambio político” que tanto ocupó a los cientistas sociales a mediados del Siglo XX.

En resumidas cuentas, en Chile hay hoy una multiplicidad de fuerzas con poder de veto y simultáneamente expectativas sociales muy altas de un nuevo actor político con respecto al futuro gobierno de Bachelet. Esta es sin dudas una combinación difícil. Lo malo de las expectativas tan altas es que hacen más ruido al caer.

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