(Columna de la politóloga María Esperanza Casullo)
El abuso del clientelismo como variable explicativa del devenir político conlleva sus riesgos.
Pocas ideas tienen una vida más tenaz y resiliente en la historia del análisis político de nuestro país que el clientelismo. Sobre todo, el clientelismo se ha transformado en una variable todo terreno para explicar todo lo que está mal en nuestro sistema político. Sin embargo, la débil evidencia acerca de su existencia o sus efectos obliga a pensarlo desde otro lugar, no tanto como una variable sino como una metáfora o dispositivo generador de sentidos políticos.
El renacer del uso del clientelismo es una operación conceptual que tiene su sutileza. Hasta hace unos años, no se hablaba tanto del mismo, ya que los problemas de la Argentina en particular y Latinoamérica en general eran mucho más claros y evidentes: golpes de Estado, dictaduas e inestabilidad democrática. Sin embargo, en estos momentos los sistemas políticos de la mayoría de las democracias de la región se encuentran razonablemente consolidados.
En nuestro país, las elecciones son limpias, rigen las libertades civiles y políticas, se han producido alternancias en el poder a nivel provincial y nacional y el Congreso funciona de manera aceptable. Pero por alguna razón existe una tentación teórica de reducir los problemas que aún existen a un solo concepto o variable explicativa. Entonces, reaparece el clientelismo (que suele describirse como la relación personalizada asimétrica entre patrón y cliente, en el cual el último entrega su voto a cambio de ciertos bienes o favores) como aquella patología que permitiría explicar casi todos los males. El clientelismo se transforma así en una megavariable explicativa: no sólo se utiliza para explicar fenómenos como la debilidad institucional o la ascendencia de partidos populistas, sino que es usado para explicar fallas económicas, en especial la pobreza y la desigualdad.
Por dar solo un ejemplo, el Informe sobre Desarrollo Humano del PNUD del 2010 sostiene que en toda Latinoamérica las relaciones clientelares son al mismo tiempo consecuencia y causa de la pobreza y la desigualdad; consecuencia, porque los estados de privación hacen posible que un bien material modesto compre un voto; causa, porque las élites políticas no tienen motivos para luchar contra la pobreza, que les asegura una clientela disponible que no amenaza su preeminecia.
Este uso del concepto no es nuevo. Ya Sarmiento acusaba a Facundo Quiroga de reclutar a sus seguidores entre aquellos que necesitaban del botín para vivir, y los críticos de Rosas acusaban a su esposa, Encarnación Ezcurra, de mobilizar a los pobres y afrodescendientes con repartos de bienes. En la Argentina ya constitucional de fines del Siglo XIX, el partido radical acusaba (entre otras cosas) de clientelares a las fuerzas conservadoras.
Sin embargo, una vez que el radicalismo ascendió al gobierno, fue asimismo acusado de clientelista por las demás fuerzas, que explicaban su ascendencia por el (supuesto) patronazgo y clientelismo yrigoyenista. Por supuesto, esto no obstará que los propios radicales acusen al peronismo de clientelar luego del ascenso de Perón al poder, y así sucesivamente, hasta el día de hoy. Es decir, el clientelismo es una idea-fuerza que es esgrimida contra los gobierrnos de turno por las fuerzas opositoras, quienes serán a su vez acusadas de lo mismo si llegan al poder. Menos que una acusación cierta es una forma de deslegitimar el mandato de las urnas.
Lo más interesante del análisis, sin embargo, es que la ubicuidad del uso del concepto se sigue produciendo a pesar de una dificultad cierta para determinar y cuantificar su existencia y sus efectos. Dado el casi total acuerdo de que el clientelismo es uno de los principales problemas de nuestro país, debería haber pilas de datos incontrastables que den cuenta de su existencia. Y, sin embargo, la evidencia es fragementaria. Los intentos de cuantificar la prevalencia del clientelismo y sus efectos electorales ofrencen resultados ambiguos. Intentos de cuantificar el problema, como una ponencia de Marcelo Nazareno y Valeria Brusco en el V Congreso Nacional de Ciencia Política, concluyen que “hay una curiosa desconexión entre la intensidad de las descripciones de la movilización clientelista por parte de los partidos, y la relativa impotencia de esos esfuerzos para lograr afectar las elecciones de los votantes”.
Aun en el campo de la etnografía política encontramos que las conclusiones no son claras. En especial, no termina de quedar claro en estas descripciones si el clientelismo es un fenómeno coetáneo con la política en general, un fenómeno de clase (o sea, si sería “la política de los pobres” al decir de Javier Auyero, pionero en la etnografía del clienelismo) o un problema específico del peronismo. La misma autoevidencia del fenómeno oscurece su tratamiento: ya que “todos saben” que hay clientelismo, “todos saben” que los pobres son clientelizados, y “todos saben” que el peronismo hace política entre los pobres.
Estas tres dimensiones (general, de clase y partidaria) se mezclan de manera poco reflexiva en los análisis. Hay aquí dos riesgos: el primero es que, bajo la rúbrica de la preocupación académica y republicana con el clientelismo, se trafique un discurso académico que legitime la estigmatización de acción política por parte de las clases populares e ignore el carácter racional y estratégico de su movilización, ignorando hallazgos como los de Brusco y Nazareno, quienes encuentran que “antes de ser determinadas por prácticas clientelares, las elecciones electorales de los pobres (son) más volátiles que aquellas de las clases más pudientes, e igualmente sensitivas a la habilidad de los partidos electos para producir bienes públicos o colectivos en sus comunidades”. El segundo es que el discurso académico termine legitimando una cierta “excepcionalidad política” del peronismo, en detrimento de las capacidades organizativas de otros partidos. Al naturalizar y despolitizar el ascendiente peronista sobre los sectores populares, se niega el carácter político que la presencia peronista tienen en los mismos; una presencia que, la mayoría de las veces, no es compartida por los otros partidos, que muchas veces ni siquiera intentan entrar al juego
de “la política de los pobres”.
Aun Susan Stokes, una de las mayores defensoras de la tesis del clientelismo, admite en su artículo “Perverse Accountability: A Formal Model of Machine Politics” que el peronismo no es “sólo” clientelar, sino que suma a los intercambios personales una fuerte acción de proselitismo político, entroncada con su implantación territorial. El impulso, entonces, de las demás fuerzas políticas debería ser, antes que lanzarse a denunciar la “baja calidad” de los votos populares, sumergirse a hacer política en aquellos territorios que son abandonados sin una buena razón.
En definitiva: resultaría negativo que detrás del uso del concepto (por otra parte, vagamente definido) de clientelismo se esconda una deslegitimación de la política en general, y, sobre todo, se trafique una deslegitimación de la política de las clases populares. En todo caso, el efecto medible de las prácticas clientelares va de nulo a escaso; frente a esto, existen todas las oportunidades para ir a disputar políticamente las lealtades de los sectores populares en su propio terreno; de no hacerlo, no valdrá ya como excusa quejarse de que las uvas, otra vez, estaban verdes.
(De la edición impresa)