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El desafío de crear una nueva Constitución en Chile

19 marzo de 2015

(Columna de Gabriel Negretto, profesor de la División de Estudios Políticos del Centro de Investigación y Docencia Económicas)

¿Cuáles son las distintas posibilidades que tiene el país para lograr una reforma que sea participativa, institucional y radical a la vez?

A pesar de la estabilidad política y económica que a nivel regional ha experimentado Chile desde su transición a la democracia, su sistema político y económico ha venido sumando en los últimos años varios cuestionamientos provenientes de la sociedad. Entre los más importantes se encuentran la desigualdad social, el veto institucional de minorías poderosas y la existencia de una élite partidaria alejada del ciudadano común. Estos problemas, a su vez, encuentran una referencia causal en la actual Constitución, que si bien permitió el proceso de democratización y reformas políticas importantes, tiene un origen autoritario y se funda en concepciones políticas y económicas excluyentes. En este contexto, Michelle Bachelet ganó la elección presidencial de 2013 con la propuesta de que Chile necesita una nueva Constitución que expanda los derechos individuales y colectivos, reduzca el veto de minorías en los procesos de decisión y establezca nuevos mecanismos de participación ciudadana. Asimismo, aseguró que esta Constitución surgirá de un proceso “democrático, institucional y participativo”.

Aunque la discusión sobre los contenidos de la nueva Constitución será un aspecto central del proceso, la tarea inmediata (sobre la cual se desconoce aún la decisión del Gobierno) es la definición del procedimiento en base al cual se redactará la nueva Constitución. El artículo 127 de la Constitución actual solo prevé un procedimiento general de reforma, sin contemplar específicamente la posibilidad de reforma total o reemplazo de la Constitución. El interrogante entonces es cuál sería el cuerpo constituyente y los mecanismos de participación popular más adecuados para lograr los cambios propuestos en un proceso que sea democrático e institucional, y la vez factible teniendo en cuenta la situación política actual del país.

La idea de que el proceso constituyente sea institucional implica, lógicamente, que su regulación legal debería surgir de un acuerdo entre el Ejecutivo y el Congreso. En teoría, este acuerdo podría servir para optar por una Asamblea Constituyente (AC), regulada mediante una reforma al procedimiento de enmienda actual o por una serie de reglas paralelas al mismo. Esta convención, a su vez, podría tener una naturaleza fuertemente democrática y participativa si adoptara mecanismos de selección de delegados que fueran más allá de una representación puramente partidaria. Por otra parte, al estar menos vinculada a los poderes constituidos y a los partidos tradicionales, una convención especial sería el instrumento más adecuado para lograr los cambios profundos a la Constitución que propone el Gobierno. Todo indica, sin embargo, que este camino es poco viable.

La derecha política y los sectores económicos más cercanos a la misma ya han adelantado su posición contraria a una AC. Dado que cualquier acuerdo entre la Presidencia y el Congreso le daría a la oposición capacidad de veto institucional, quedaría descartado convocar una Asamblea de manera consensual [1]. Es cierto que la oposición podría ceder, si experimentara una fuerte presión política y social a favor de una constituyente. En todos los casos recientes en América Latina donde se dio paso a la convocatoria de una AC en ausencia de previsión legal, existieron inicialmente importantes sectores políticos y económicos opuestos a la misma. Sin embargo, su resistencia se fue debilitando fruto de tres factores: la percepción compartida por la élite y la ciudadanía de que el país vivía una profunda crisis política, el surgimiento de una extendida movilización social a favor de la AC y el apoyo de los medios de comunicación a dicha opción. Ninguna de estas condiciones se visualizan hoy claramente en Chile.

Queda entonces la posibilidad de utilizar el parlamento como legislatura constituyente (LC). En principio, esto no debe ser visto como una opción de menor calidad. La literatura empírica de carácter comparado no ha encontrado diferencias significativas entre el uso de asambleas o legislaturas constituyentes para el logro de varios objetivos deseables, tales como la durabilidad futura de la nueva Constitución, la reducción de conflictos, o la profundización de la democracia. Por otra parte, tampoco hay una ventaja incondicional de la AC por sobre la LC desde el punto de vista de la legalidad y legitimidad democrática del proceso constituyente. Todo depende qué tipo de AC o LC se utilice.

Aunque una AC pudiera ser un instrumento adecuado para un proceso participativo de transformación constitucional, también puede convertirse en un canal de desestabilización política e incluso de erosión del régimen democrático. Dado que la AC puede reclamar una legitimidad democrática superior a la de la Legislatura, su coexistencia con esta última podría dar lugar a serios conflictos de competencia. Más aún, si la Asamblea se autoproclama soberana podría incluso intervenir o usurpar funciones no sólo de la Legislatura, sino del Poder Judicial y otras instituciones independientes de control. De esta manera, una AC legitimada por el voto popular pero controlada por una única fuerza política podría servir para encubrir una captura arbitraria del poder estatal.

Que la AC cumpla un papel positivo o negativo para la creación de una constitución democrática depende fundamentalmente de la manera en que se regule su convocatoria, la selección de sus miembros y sus atribuciones. En los casos en los que la regulación se hizo por medio de un acuerdo institucional entre el Ejecutivo y la Legislatura (Bolivia 2006-2009; Ecuador 1997-1998) o un acuerdo político entre el Gobierno y los principales partidos (Colombia 1990-1991), la AC cumplió un papel positivo en el proceso de refundación democrática. En cambio, cuando la regulación se hizo por una decisión unilateral del Ejecutivo (Venezuela 1998-1999; Ecuador 2007-2008), la AC se convirtió en un factor de desestabilización y de erosión de la democracia.

Como optar por la AC parecería ser políticamente inviable en Chile, la pregunta, entonces, es qué modelo de LC podría satisfacer al mismo tiempo criterios de institucionalidad y legitimidad democrática. A pesar de que los votantes favorecieron en 2013 a una coalición que apoyaba reemplazar la Constitución de 1980, la legislatura actual no fue electa con el mandato explícito de redactar una nueva Constitución. Por tanto, y dado que no hay actualmente en Chile elecciones legislativas intermedias, la única posibilidad de utilizar una Legislatura con mandato popular constituyente sería postergar la sanción de la nueva Constitución hasta la elección del próximo Congreso. Esto daría mayor legitimidad al cuerpo constituyente, con la ventaja adicional de que habiéndose abandonado recientemente el cuestionado sistema binominal, la Legislatura podría elegirse en base al nuevo sistema proporcional. No obstante, para el Gobierno esto implicaría incumplir la promesa de producir una nueva constitución durante su mandato.

Otra alternativa es que el actual Congreso, sea utilizando el procedimiento de enmienda existente o bien introduciendo reglas paralelas, sancione una serie de reformas que se presenten como nueva Constitución. Esta opción sería, sin duda, la que mayor continuidad legal ofrecería y que probablemente sería aceptada por la oposición. Su principal riesgo, sin embargo, reside en la baja aprobación ciudadana que podría tener en ese caso el cuerpo constituyente. La ciudadanía considera al Congreso chileno y a los partidos que lo componen como instituciones muy poco representativas. Según Latinobarómetro, la proporción de chilenos que manifiestan tener mucha o bastante confianza en el Congreso y los partidos políticos bajó del 43% al 21 %, y del 34% al 15%, respectivamente, entre 1995 y 2013. Este deterioro es incluso pronunciado en el contexto latinoamericano, donde los parlamentos y los partidos tienen los niveles más bajos de confianza ciudadana a nivel mundial. Por último, es preciso tener en cuenta que de ser el Congreso existente quien sancione finalmente las reformas, pudiera ser que el contenido de las mismas sea mucho menos profundo y radical de lo que ha prometido el Gobierno.

De utilizarse el actual Congreso como cuerpo constituyente, es posible encontrar fórmulas que refuercen la legitimidad democrática del proceso. Por ejemplo, la formulación de propuestas de reforma o los lineamientos generales de la nueva Constitución podrían surgir de una asamblea consultiva ciudadana, o de una conferencia nacional o comisión constitucional representativa de distintos sectores. También se podría recurrir a un referendo popular para ratificar el texto final de la Constitución. Sin embargo, cualquiera sea la combinación, es preciso tener en cuenta que no es fácil equilibrar la institucionalidad con el carácter democrático y participativo del proceso.

Un proceso constituyente puramente institucional podría terminar utilizando las instituciones existentes y restando, por tanto, características democráticas y participativas al mismo. Por otra parte, no es normalmente viable mantener una impecable continuidad legal y realizar transformaciones profundas al contenido actual de una constitución. Así como un proceso de ruptura radical puede producir cambios trascendentales, pero al costo de desestabilizar el régimen democrático, un proceso estrictamente legal y continuista mantendría la estabilidad del sistema al costo de hacer cambios superficiales. El dilema constituyente consiste en cómo elaborar una nueva Constitución que permita realizar reformas profundas, de lugar a una participación ciudadana que supere las deficiencias de legitimidad de la Constitución vigente y lo haga sin que esta participación se convierta en excusa para romper radicalmente con la legalidad. Desafortunadamente, no es siempre posible lograr todos estos objetivos al mismo tiempo y con la misma plenitud.

[1] Este sería particularmente el caso de una enmienda al proceso de reforma, que según el artículo 127 requiere de dos terceras partes del voto de diputados y senadores.

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