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El espejo francés

Contra lo que suelen creer sus dirigentes, los partidos políticos son seres vivos y, como tales, nacen, crecen, viven circunstancias azarosas y cambiantes

Francia sirve como un reflejo para un futuro probable
Francia sirve como un reflejo para un futuro probable
Enrique Zuleta Puceiro 03 mayo de 2022

Contra lo que suelen creer sus dirigentes, los partidos políticos son seres vivos y, como tales, nacen, crecen, viven circunstancias azarosas y cambiantes toda su vida y, finalmente, declinan, envejecen y mueren.

Es algo difícil de aceptar por sus dirigentes, pero bastante obvio para cualquier observador objetivo de la historia política. En el caso argentino, quienes creen en la vitalidad perenne del radicalismo, el peronismo o de muchos de los partidos distritales, tienen a su favor la evidencia de que las formaciones políticas argentinas figuran entre las más antiguas del continente e incluso del mundo.

La Unión Cívica Radical fue fundada en junio de 1891 por Leandro Alem y refundada luego varias veces por su sobrino Hipólito Yrigoyen a lo largo de un proceso convulso que la llevó desde su origen inicial en un circulo de revolucionarios  antisistema hasta su bautismo de masas en 1912,  es el mejor ejemplo de esta perenne juventud. 

Por su parte, el Partido Justicialista, fundado por Juan Domingo Perón en 1946, a partir de una fusión que reconoce componentes laboristas, sindicalistas, radicales y conservadores, ostenta una trayectoria de casi 80 años, siempre al frente de una alternancia de gobiernos u oposiciones que mantienen en vilo al sistema político.

El ciclo que ha comenzado a abrirse en los últimos años plantea, sin embargo, serios interrogantes acerca de la capacidad de los partidos tradicionales para sobrevivir a cambios cualitativos en la naturaleza misma de los procesos sociales que les toca protagonizar.  Su presencia al interior de las dos grandes coaliciones que protagonizan la política actual es cada vez más tenue, por momentos casi irreconocible desde el exterior. 

De hecho, se esta ante una política muy diferente, protagonizada de modo casi exclusivo por no ms de dos docenas de candidatos,  que protagonizan a uno u otro lado del espectro, una campaña electoral permanente. 

Ambas coaliciones reconocen a su interior decenas de partidos políticos y movimientos sociales menores, tanto nacionales como locales, lo cual les permite personalizar y espectaculrizar la contienda política, reducida cada vez más a episodios mediáticos de conflictividad creciente. La incorporación de un sistema de elecciones primarias abiertas, simultáneas y obligatorias les ha permitido prescindir de casi todas las condiciones propias de una organización partidaria tradicional. 

Sin padrones, procesos eleccionarios, instancias de formación, autoridades periódicas ni órganos de gobierno o de gestión de la política, de lo que fueron los partidos solo parece sobrevivir el nombre, compartido de una u otra manera por cualquier candidato que invoque para sí la condiciones de “radical” o “peronista”. 

No es por cierto la primera vez que radicales y peronistas comparten su protagonismo con otras fuerzas políticas. En cuarenta años de transición, los partidos atravesaron por una variada gama de situaciones vitales. No es esta tampoco la primera vez que la subsistencia de los partidos muestra síntomas de fatiga que los aproximan a la extinción.  

Esta vez, sin embargo, la tendencia hacia la fragmentación no solo tiende a acelerarse, tal vez como consecuencia lógica de la virtual quiebra de las afinidades político-ideológicas tradicionales. Lo más significativo es tal vez que se trata de un fenómeno de características globales, que se extiende a todas las democracias. Al mismo tiempo es también nuevo  que estas tendencias se funden primordialmente en el desaliento, la crítica y la reivindicación de principios políticos que se pretenden abuelitos de todo compromiso con los sistemas de representación política. 

Los datos expresivos de este nuevo talante social son notables. En una encuesta nacional reciente sobre una muestra nacional de hogares, el 37% del electorado se reconoce como independiente, lo cual se suma al 11% que se siente muy lejano de la política como para confesar algún tipo de afinidad. Solo 10% del electorado se confiesa afín a la UCR a la vez que 9,5% se reconoce en el PJ tradicional y un 12,9% en el peronismo kirchnerista. El peronismo  federal de los gobernadores apenas concita 1% y lo mismo ocurre con el peronismo de base sindical. 

  • Las nuevas opciones que apuntan a un reemplazo de las orientaciones tradicionales tampoco recogen mayores adhesiones. Así, por ejemplo, están el 10,4% del PRO, el 3% de los libertarios, el 2,1% del socialismo el 2% de las izquierdas

 El centro del sistema está ocupado -como en una gran mayoría de países-, por una ciudadanía que se declara indignada e independiente de cualquier opción partidaria permanente.

Para quienes dudan del significado de estas cifras y confían en las inercias institucionales del pasado, conviene una mirada comparada. Desde Centro América hasta Chile, las identidades partidarias tradicionales parecerían desvanecerse en el aire.  Se mimetizan al interior de coaliciones cada vez más amplias y complejas. Es el caso de los partidos chilenos, peruanos, colombianos o mexicanos, entre toda una gama de situaciones similares que abarcan todo el continente.

De allí la importancia de que los partidos argentinos se miren en el espejo que brindan las recientes elecciones francesas. Ya en 2017, la doble vuelta de las elecciones presidenciales francesas llevo a los dos grandes bloques partidarios tradicionales al borde de la extinción. En 2017, los socialistas sacaron apenas el 6,36% de los votos y la derecha poco más del 20%.

La emergencia de un ancho espacio de centro ocupado por la figura poliédrica, oportunista y adaptativas de Emmanuel Macron, es el dato central de la nueva política.  

En las elecciones recientes, la candidatura del Partidos Socialista quedó reducida a un mínimo 1,7 de los votos, al tiempo que la opción de la derecha apenas llego al 4,8%. El gran centro ocupado por Macron no solo ha derrotado con claridad la derecha nacionalista encolumnada detrás de Marine Le Pen. Por sobre todo, ha expulsado a los partidos tradicionales del sistema, ha succionado sus valores, plataformas y propuestas y plantea la posibilidad de una regeneración ya no basada en el resurgimiento de los partidos.

Un escenario inquietante, en muchos sentidos similar al que afrontan los partidos argentinos. Los partidos no son eternos ni indestructibles. Al igual que en Francia, la parálisis de los procesos de circulación de las élites, sumada a las crisis de la representación y al distanciamiento creciente con las tensiones de la sociedad y el efecto destructivo de una política sin valores, contenidos ni objetivos sustanciales bien  puede situar a los partidos tradicionales ante un camino de salida, sin retorno posible. Así murieron los partidos venezolanos, ecuatorianos, colombianos o peruanos. 

Si los líderes y candidatos argentinos no echan en falta este clima vital que solo los partidos han sido capaces de transmitir a la política democrática, ¿por qué habrían de extrañarlo los ciudadanos comunes, cada vez más escépticos, aquí y en el resto del mundo, ante la indiferencia y los abusos de los protagonistas tradicionales de los procesos de representación popular?

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