(Publicado en la edición nº35)
Brasil es el único país de la región en el que coinciden un gobierno de izquierda y una política desarrollista.
La victoria de Ollanta Humala en las elecciones peruanas reavivó la moda del “giro a la
izquierda” en América Latina, que se había adormecido después de los triunfos de
Sebastián Piñera, en Chile, y Juan Manuel Santos, en Colombia. Los partidos progresistas proponen distribuir la riqueza generada por el alto crecimiento económico, pero algunos analistas van más lejos: sugieren que estamos en presencia de una era posliberal y que el objetivo de la nueva izquierda no es sólo el crecimiento y la redistribución sino el desarrollo.
Este último concepto se asocia con la industrialización, la integración regional de
cadenas productivas y la exportación de productos manufacturados. El origen de esta versión desarrollista de la izquierda latinoamericana está en Brasil, aunque académicos de otras latitudes han sido conquistados por el discurso dominante en el gigante lusófono.
¿Cuánto refleja de realidad y cuánto de deseo este discurso? La respuesta varía entre un país y otro. Para Maria Regina Soares de Lima, una de las principales especialistas brasileñas en relaciones internacionales, América del Sur está viviendo tiempos históricos de autonomía e integración al mundo. Ello se debe a la declinación de Estados Unidos y la emergencia de China.
El resultado es la creciente incorporación de los sectores subalternos a la ciudadanía social, llevada a cabo por las fuerzas progresistas que sucedieron al interregno neoliberal. Maria Regina detecta, sin embargo, dos tensiones: por un lado, la que enfrenta al movimiento de expansión del capitalismo brasileño en Sudamérica
con la agenda progresista de los gobiernos de izquierda y centroizquierda de la
región; por el otro, la que opone la defensa de los valores clásicos del orden internacional (no intervención en los asuntos internos de otros estados, defensa de la soberanía e integridad territorial) a la promoción de una agenda cosmopolita (en que la democracia, los derechos humanos y la protección del medio ambiente adquieren prioridad por sobre la supremacía estatal).
La solución para estos desafíos, argumenta, pasa por negociar equilibrios y no por optar por uno de los polos. Si su diagnóstico regional fuera correcto, la prescripción sería adecuada. ¿Pero qué sucedería si el revival del desarrollismo no fuera un fenómeno común a la región sino exclusivo de Brasil? Más aún: ¿y si la región no existiera como tal sino fragmentada por múltiples fuerzas centrífugas?
Mientras Brasil puede jactarse de su enorme Banco Nacional de Desarrollo (Bndes), que es más grande que entidades regionales como la Corporación Andina de Fomento
y el Banco Interamericano de Desarrollo, la mayoría de los estados sudamericanos
carece de un instrumento semejante. Y sin financiamiento, ninguna política desa rrollista es viable. En segundo lugar, el componente industrial de la producción nacional (y de las exportaciones) es muy reducido en todos los casos, aun en Brasil: los países sudamericanos exportan soja, hierro, cobre, petróleo, gas, frutas, pescado y, sólo después, manufacturas.
El boom actual no se debe al desarrollo sino al precio de las materias primas, o sea, al desarrollo? de China. En cuanto a la consistencia de Sudamérica como región, basta recordar que tres estados (Bolivia, Ecuador y Venezuela) forman parte del Alba, una organización competitiva con la Unasur.
Para aumentar la confusión, el Alba tiene dos miembros cuya jefa de Estado es la Reina de Inglaterra, uno cuya moneda es el dólar, otro que alberga la mayor base militar norteamericana del continente y varios que realizan ceremonias militares con prófugos de Interpol por atentados cometidos en otro país sudamericano.
En semejante contexto, las tensiones analizadas adquieren un sentido diferente: su aparición es inevitable y su resolución imposible. La expansión de las empresas y exportaciones brasileñas en la región serán inevitablemente vistas, tarde o temprano, como lo que son: la reproducción de la relación centro-periferia que caracteriza
las relaciones globales.
Asimismo, la intervención brasileña en los asuntos internos de los vecinos sólo será viable en países pequeños o con instituciones débiles, pero no cuando los implicados sean grandes (como la Argentina) o serios (como Chile).
En síntesis, en América del Sur hay gobiernos de izquierda y hay políticas desarrollistas, pero el único país en el que coinciden es Brasil. Y no mucho: el año pasado, sus exportaciones primarias volvieron a superar a las industriales por primera vez desde 1978. Contra el temor de Maria Regina, la armonía sudamericana no está en riesgo por un eventual retorno de la derecha sino por los más prosaicos, pero inevitables, ciclos de la economía.