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El nuevo Podemos: ¿adiós al populismo y al partido-movimiento?

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26 julio de 2016

(Columna de Javier Franzé, profesor de teoría política, Universidad Complutense de Madrid)

El partido que lidera Pablo Iglesias debe evitar la radicalización para no ahuyentar a los centristas sin decepcionar a los izquierdistas que lo apoyan.

Mientras la formación de gobierno avanza muy lentamente, en España los partidos van entrando en un proceso de deliberación interno. Podemos ha sido el primero en hacerlo con las intervenciones de Pablo Iglesias e Íñigo Errejón en un curso de verano universitario y la reunión de su dirección el sábado 9 de julio.

La clave se encuentra en la revisión de la “hipótesis Podemos”. Según ésta, el 15M expresaba la crisis orgánica del “Régimen del '78”, que abría una oportunidad para “asaltar el cielo”. Para ello, Podemos debía ser una “máquina de guerra electoral” a fin de correr a toda velocidad y colarse por las grietas del edificio hegemónico antes de que se cerraran. Esta “blitzkrieg” se desplegaría centralmente en el terreno electoral y su divisa sería un discurso populista centrado en el eje arriba-abajo, con el objetivo de patear el tablero del bipartidismo y construir un nuevo pueblo contra la “casta” y su régimen.

Esta guerra de movimientos es lo que para Iglesias y Errejón se ha cerrado el 26J, pues Podemos no tiene una posición de fuerza para formar gobierno.

Según Podemos, el nuevo ciclo político será más calmo, marcado por el trabajo parlamentario, lo cual determina que la formación se convierta “en un partido normal” y abandone el discurso populista, incompatible con la transacción parlamentaria.

La “hipótesis Podemos” se apoya en un presupuesto sobre el pasado, la crisis orgánica del Régimen del '78, y en otro sobre el futuro, la incompatibilidad entre populismo y parlamentarismo. Veamos si son plausibles. Una comunidad política es fundamentalmente un sentido cristalizado, expresado en reglas del juego, posiciones relativas de los actores, identidades asignadas y reconocidas, una cierta cultura política y una división del campo político entre profesionales y profanos. A ese conjunto podemos llamar “instituciones”, alejándonos del sentido estrecho de la ciencia política “empírica”. Si esto es así, no parece que en España haya habido una crisis orgánica. Sobre todo porque el Estado, a los ojos de la sociedad, mantuvo su autoridad proveyendo hospitales, carreteras, escuelas, seguridad, pero también garantizando democracia, pluralidad, justicia. Todo esto en un país que asocia su pasado a pobreza, aislamiento, atraso, dictadura y cainismo.

A pesar de su debilidad histórica, el Estado español responde más al modelo occidental que describía Gramsci, en el cual entre Estado y sociedad hay varias líneas de trincheras que lo protegen de cualquier asalto, que al oriental, donde hay más producción de “orden” que de sentido, pues el Estado es represivo, vertical y la sociedad civil, débil y desarticulada. Más aún: toda la fortaleza del Estado se construyó principalmente desde la transición.

Siquiera la ruptura del pacto social de la transición, el estrechamiento de la democracia y del pluralismo, la corrupción sistémica o la tensión de la cuestión territorial ?acentuados desde 2008? han logrado conmover ese contrato simbólico entre Estado y sociedad. Más que una crisis orgánica, lo que parece haber habido en España es una crisis de representación a consecuencia de una demanda de mayoría de edad de la sociedad ?probablemente resultado de las décadas de democracia? , que viene cuestionando la política cupular de la Transición. Este cuestionamiento nació con las protestas contra la participación española en la guerra de Irak (2003) y contra la gestión gubernamental de los atentados de Atocha (2004), y se manifestó abiertamente con el 15M (2011). Los lemas del 15M (“lo llaman democracia y no lo es”, “no nos representan”) expresaron bien que el malestar social se debía principalmente a la frustración de expectativas de ascenso social y protagonismo político que la Transición había creado, más que a una impugnación radical del proyecto social y político vigente. Ni siquiera se planteó que el neoliberalismo era incompatible con las promesas de bienestar de la transición. La protesta se dirigía más a las élites que a las instituciones.

Sobre la relación entre populismo y parlamentarismo, es cierto que el parlamentarismo parecería ser la fase superior del consensualismo, pero también que no es necesariamente incompatible con el populismo entendido como una impugnación de las élites en pos de ampliar el demos legítimo.

Estar en las instituciones pero no necesariamente compartir el sentido consagrado que representan es característico de los populismos latinoamericanos. El peronismo ha ejercido con maestría esa ambivalencia, pues mientras acumulaba gran fuerza institucional se presentaba sólo poseyendo el gobierno y carente de poder, por definición en manos de la oligarquía. Así prolongó su proyecto, siempre “inconcluso”. Esto le permitió ampliar el demos legítimo, presentando al pueblo como sujeto de la Nación.

Esta mirada sobre las instituciones como anestesia de la política parece deudora, por una parte, de la contraposición de Laclau ?autor clave para Podemos? entre populismo e institucionalismo, como si las instituciones fueran meras reglas congeladas y la reproducción del orden cancelara la lucha de valores. Y, por la otra, deriva de la oposición entre instituciones y movimientos sociales, según la cual la auténtica política estaría “en la calle”, como si los movimientos sociales no encarnaran una representación y no aspiraran a convertir sus demandas en ley.

Podemos ha decidido iniciar una nueva etapa. Su desafío parece estar entre satisfacer a un electorado mayoritario, insatisfecho con la representación pero que no cuestiona de raíz el proyecto de la transición, y retener a un electorado de izquierda politizado, que vio en la formación morada una impugnación de la transición. Quizá Podemos se esté encontrando con el desafío de la “transversalidad”: cómo radicalizar la democracia sin ahuyenta a los “centristas” ni decepcionar a la izquierda. Tal vez por eso la clave no sea populismo sí o no, sino si éste es agonista o antagonista: la primera posibilidad se parece más a la sociedad que busca cambiar.

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