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¿El Pacto por México es reproducible en la Argentina?

19 noviembre de 2013

(Columna de Diego Reynoso, investogador del CONICET y profesor de UdeSA)

El principal escollo para que aquí se replique un proceso similar es la debilidad institucional de los partidos políticos

Luego de la elección presidencial del 2012 que condujo al triunfo de Enrique Peña Nieto (EPN) y, con ello, el retorno del PRI a la presidencia, el principal partido competidor (PRD) enfrentaba un dilema político estratégico: adoptar una estrategia antisistema, como la ruta seguida por su candidato presidencial Andrés Manuel López Obrador (AMLO) en 2006, desconociendo el triunfo de EPN, o posicionarse como un partido de centroizquierda responsable, pensando en el largo plazo, buscando intercambios y negociando.

¿Cómo llevar adelante la segunda estrategia? El contexto era más propicio que en 2006: a diferencia del presidente saliente, Felipe Calderón, del PAN, EPN ganaba con un margen mayor de votos, no era el candidato del partido de gobierno y, sobre todo, la dirección nacional del PRD estaba en manos de una fracción moderada. Casi de manera casual, una vez conocidos los resultados electorales, comienzan los acercamientos entre dirigentes del PRD (Jesús Ortega) y del PRI (el ex gobernador de Oaxaca, José Murat), quienes consideraban que era necesario hacer un gran pacto nacional que permitiera llevar adelante una agenda de reformas pendientes desde el año 2000, año en que el PRI había perdido la presidencia que quedó para el PAN.

Así, las conversaciones ingresaron a la agenda del presidente electo. El ex gobernador de Oaxaca trasladó las conversaciones a Luis Videgaray, mano derecha de EPN, quien da el visto bueno para avanzar en una negociación con el PAN. Por su parte, el PAN atravesaba también una situación peculiar: el presidente del partido, Gustavo Madero, no respondía al presidente saliente (quien se opuso a la realización del pacto) ni tampoco a la candidata derrotada, Josefina Vázquez Mota. De modo que éste tenía un margen importante para avanzar en una negociación que lo reposicionara políticamente en la conducción de un partido derrotado luego de dos períodos presidenciales que sumaron doce años.

El paso siguiente consistió en reuniones entre dirigentes del PAN, del PRD y del PRI, que por supuesto incluyó a los respectivos presidentes partidarios, con el objetivo de establecer una hoja de ruta para llegar a los acuerdos. Esta consistía más o menos en: I) hacer acuerdos sobre temas sustantivos entre los tres partidos políticos, II) invalidar las negociaciones bilaterales entre partidos, inhibiendo acuerdos PAN-PRI o PRI-PRD, sin el concurso del tercero, III) blindar los acuerdos de los potenciales conflictos poselectorales subnacionales subsiguientes, IV) garantizar que el presidente electo cumpliera con la palabra más allá de la cordialidad del trato, y V) constituir una mesa chica que se encargara de la redacción de los acuerdos (integrada por un miembro de cada partido).

Con este esquema avanzaron en la redacción de un total de 95 acuerdos que, dada la magnitud, generaban sospechas entre las filas de los partidos de oposición: ¿Cumpliría EPN con estos acuerdos o era un simple juego táctico para la foto y así recuperar la hegemonía política que detentaron durante 70 años?

Las dudas no eran infundadas. Del lado de la oposición las cosas tampoco eran previsibles. El presidente del PRD enfrentaba un límite, ya que podía avanzar en las negociaciones hasta donde AMLO lo dejara, quien se oponía a los acuerdos y pedía que el PRD se saliera “del Pacto contra México”. El presidente del PAN, a su vez, enfrentaba el desafío de los dirigentes políticos vinculados con la administración saliente y el de los dirigentes locales que padecían en muchos estados las arbitrariedades electorales de los dirigentes locales del PRI. De modo que, para ambos, el acuerdo no estaba libre de altos costos políticos.

Una vez estimado el costo de los desafíos internos, las dirigencias del PRD, el PAN y el PRI establecieron como meta realizar el anuncio de los acuerdos antes de la asunción presidencial, de modo que fueran realizados entre los partidos políticos y no por el presidente. El objetivo era claro: evitar que la ganancia política fuera exclusiva del presidente y compartir los réditos del acuerdo de cara a los potenciales costos que podrían sufrir los partidos de oposición. Pero la tensión al interior de los partidos de oposición retrasaba los anuncios.

El pacto finalmente se firmó unos días después de la asunción de EPN en diciembre de 2012. Los acuerdos contenían, entre muchos puntos menores, un conjunto sustancial de temas que fueron denominados la “agenda pesada”. Ese temario incluía leyes antimonopolio, los medios de comunicación, los poderes fácticos, los grupos de presión y el reordenamiento político. Pero para avanzar se necesitaban señales del Gobierno. Así que la reforma educativa y la detención de la poderosa dirigente del SNTE, Elba Esther Gordillo, fueron la primera señal del Gobierno de cara a generar confianza.

El segundo y decisivo paso fue la ley de telecomunicaciones, particularmente por la sospechas que existían sobre los compromisos electorales que EPN había contraído con las grandes empresas televisas. Posteriormente avanzaron en varias reformas adicionales, quizás menos profundas y con un grado variado de acuerdo al interior de los partidos. Finalmente, quedaron dentro de los acuerdos la reforma política, que incluyeron alrededor de 30 puntos, así como avanzar en temas controvertidos como la reforma energética, la reforma laboral y la reforma fiscal.

Al día de la fecha, la agenda del Pacto por México ha avanzado en un porcentaje importante de lo acordado en las hojas de ruta. Quizás la reforma política sea el último acuerdo tripartito que logren. Si bien hay acuerdo sobre la necesidad de reforma en los demás temas, las preferencias de los partidos están bastante alejadas para acordar una agenda legislativa común. El caso, por ejemplo, es la reforma energética. En general el balance es favorable ya que, independientemente de que el año entrante el pacto se disuelva, ha generado la conciencia pública de que hay un camino a seguir por vía del acuerdo y la negociación entre los partidos que les permita neutralizar el fantasma del costo político.

¿ES REPRODUCIBLE EN LA ARGENTINA?

El Pacto por México, muy sucintamente, consistió en el desarrollo de una agenda común por parte de los dirigentes de los tres partidos políticos más importantes de México: el centroizquierdista Partido de la Revolución Democrática, el histórico Partido Revolucionario Institucional y el centroderechista Partido de Acción Nacional.

El contexto que rodeó a este acuerdo estaba caracterizado, en primer lugar, por la consolidación desde el año 2000 de un sistema de partidos divido en tercios que impide que una sola fuerza por sí sola pueda llevar adelante reformas unilaterales; en segundo lugar, por la derrota del PAN luego de doce años de gobierno en los cuales no pudieron llegar a acuerdos sobre temas sustantivas que requerían reformas; en tercer lugar, el triunfo en las elecciones presidenciales de 2013 del PRI por un margen más holgado sobre el PRD, que el dudoso triunfo del PAN en 2006 sobre el PRD; en cuarto lugar, la llegada a la conducción partidaria de sectores más moderados del PRD que querían evitar quedar atrapados en la estrategia antisistema de su candidato presidencial, Andrés Manuel López Obrador, posterior a 2006 y aislarse de la opinión pública.

Con estas condiciones, una serie de reuniones al principio informales abrieron la puerta a una secuencia de reuniones por parte de las dirigencias nacionales de los tres partidos. Dada la audacia de la maniobra, durante varios meses estas negociaciones fueron en secreto para evitar que los grupos internos de los partidos de oposición desconocieran a sus dirigentes partidarios en la negociación. La agenda finalmente reunió 95 puntos de acuerdos sobre los cuales trabajar tripartitamente, evitando las negociaciones bilaterales.

¿Es posible reproducir este esquema en la Argentina? No es imposible, pero las condiciones no son las mismas. En primer lugar, el sistema de partidos en la Argentina está pulverizado. No hay partidos políticos con con ducciones formales e interlocutores empoderados institucionalmente, de modo que en general prevalecieron las relaciones personales y los acuerdos personales, no institucionales. No existen en la Argentina organizaciones partidarias como el PRD, el PAN o el PRI. El PJ y la UCR son sellos cuyos dirigentes no tienen el poder de hablar por la organización como un todo y hacer acuerdos vinculantes y duraderos, mucho menos lo es el Frente Renovador. Este es, sin duda, el principal escollo.

El segundo es la discontinuidad de la oferta político electoral. Desde 2003 en adelante, con excepción del Frente para la Victoria, ninguna etiqueta partidaria o frentista se presentó bajo el mismo esquema de alianzas en cada elección. Por el contrario, las alianzas entre las fuerzas políticas, así como las etiquetas electorales, han rotado al punto tal de desconcertar al elector más atento e informado.

El caso testigo ha sido la errática política de alianzas de la UCR y de los diferentes dirigentes radicales: divididos en 2007 entre la Concertación Plural y Una Nación Avanzada, en 2009 en el Frente Cívico y Social, en 2011 en Unión para el Desarrollo Social y en 2013 integrando diferentes alianzas a nivel subnacional. En tercer lugar, la volatilidad entre los resultados de las elecciones presidenciales y las elecciones legislativas de medio término, que hace imposible estimar la estructura y la mecánica del sistema de partidos en la Argentina.

Hoy hay tres fuerzas nacionales grandes “claramente” identificadas: el Frente para la Victoria, el panradicalismo y el peronismo disidente, pero es difícil saber si esa estructura políticoelectoral persistirá en el mediano plazo o se volverá a fragmentar como sucedió de 2009 a 2011, o se reconcentrará reduciendo las alternativas como del 2003 al 2007. En este escenario, los potenciales protagonistas de un Pacto por la Argentina enfrentan un exceso de incertidumbre políticoinstitucional que impide hacer el mínimo cálculo de costos y beneficios de llevar adelante una hoja de ruta que desarrolle una agenda de temas de reforma.

¿Es deseable? Claro que lo es, pero una cosa es el deseo y otra las posibilidades que permita la realización del mismo. Se pueden hacer acuerdos entre diferentes sectores, pero éstos sólo pueden terminar siendo acuerdos personales sin un andamiaje organizacional e institucional que lo sostenga. En suma, para que sea posible un pacto similar en la Argentina es fundamental la reconstrucción organizativa e institucional de los partidos políticos y ese proceso no parece en el mediano plazo contar con muchas posibilidades.

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