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El Ressentiment

Lideres de la derecha alternativa, reaccionarios o meros rebeldes antisistema, los políticos extremistas ganan terreno en la opinión pública.

Trump, Milei y Bolsonaro, lideres de la derecha alternativa americana.
Trump, Milei y Bolsonaro, lideres de la derecha alternativa americana.
Lucía Caruncho 20 abril de 2022

Éric Zemmour en Francia, Donald Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil, José Kast en Chile y Javier Milei en Argentina, han sido generalmente caracterizados por los analistas como liderazgos “radicales” o “reaccionarios” debido al extremismo de sus posiciones políticas respecto del orden establecido. En particular, lo han hecho a través de un discurso fundado en el desprecio hacia la dirigencia política y un fuerte sentimiento “antiigualitario” en relación a distintas minorías (sexuales, raciales, étnicas, religiosas, entre otras).

Sin embargo, estos liderazgos no necesariamente comparten un programa de gobierno –es decir, un proyecto estructurado de políticas medianamente sistematizadas, articuladas, coherentes y ejecutables (“volar por los aires el Banco Central” [1] o construir un muro fronterizo entre Estados Unidos y México [2] constituyen, en el plazo de un gobierno, propuestas poco probables). 

En efecto, son notables las diferencias entre sus preferencias económicas en torno a los grados de intervención del Estado en el mercado (que es una de las dimensiones habitualmente usadas para diferenciar la izquierda de la derecha). Por ejemplo, mientras Donald Trump ha promovido políticas nacionalistas y proteccionistas (usualmente vinculadas, a pesar de que ahora suene paradójico, con la “nueva” izquierda); Jair Bolsonaro ha alentado una economía mayormente abierta a los mercados internacionales (posición relacionada con la “nueva” derecha) y Milei se ha expresado –aunque “por fuera” del mapa ideológico que acá estamos delineando– a favor del anarcocapitalismo [3] (que en su versión más extrema implica la eliminación del Estado y  una sociedad basada exclusivamente en el libre mercado). De esta manera, la etiqueta de derecha, también habitualmente asignada al conjunto de estos liderazgos, no aclara demasiado el panorama en esta instancia.

A su vez, podría decirse que el elemento “reaccionario” asociado a estos líderes no es del todo novedoso; más bien, parece reproducir las “viejas” tensiones entre la presión inclusiva de una parte de la sociedad y la pretensión excluyente de la otra parte –y sino, valga una rápida mirada a los fascismos europeos y los autoritarismos latinoamericanos del siglo XX–. 

En todo caso, lo que aquí inquieta es que tienen lugar en países tanto con una sólida y larga tradición democrática (Estados Unidos y Francia) como en aquellos atravesados por violentas y no tan lejanas dictaduras militares (Brasil, Chile y Argentina). De esta manera, la pregunta que sale a la superficie es por las condiciones que favorecieron la emergencia y popularidad de estos liderazgos en contextos tan disímiles.

Una amplia literatura ha adjudicado la debilidad de los programas (y/o las ideologías) al desarrollo de las nuevas tecnologías (los medios masivos de comunicación e internet) y las transformaciones sociales (el nacimiento de una sociedad más individualista y heterogénea; pluralidad organizativa; desafección política; secularización; nuevas espiritualidades; cambios en el ámbito del trabajo y en la estructuración de las clases sociales)  desprendidas de los procesos de industrialización de mediados de siglo XX, debido a que han contribuido a la personalización de la política y, consecuentemente, al debilitamiento de los partidos y sus ideologías. 

Ello ha derivado en la construcción de un discurso político que pretende crear una atmósfera “privada” e “intimista” con sus seguidores (que va desde tomar unos mates con “Doña Rosa”, pasando por sacarse una selfie con Dylan, hasta aventurarse en un paseo por las bicisendas porteñas), centrada en los atributos individuales, la vida cotidiana y la historia personal de los líderes, con el objeto de acercarse al “ciudadano común” y llegar a un electorado que es más individualista, heterogéneo y apático que antaño.  Asimismo, los actuales escándalos de corrupción, las recurrentes crisis económicas y las llamadas promesas no cumplidas de la democracia[4] han ampliado el cuestionamiento hacia la política de parte de una gran porción de la sociedad, lo que ha potenciado aún más la afición de estos liderazgos por construir su imagen “en oposición” al ámbito público.

En este contexto, la particularidad de los Trump, los Milei o los Bolsonaro es que no solo han logrado llegar al “ciudadano común” a través de un discurso con componentes “intimistas” y “en oposición al” actual estado de cosas (como podría ser, en Argentina, el liderazgo que Mauricio Macri ha sabido construir alrededor del antikirchnerismo), sino que también han logrado activar a los indignados y hacer de la apatía un movimiento político. ¿Cómo? a través de un discurso provocativo y transgresor que, si, por una parte, le da una dirección y un sentido político a la desconfianza y el enojo contenido (de allí que Milei venga a “despertar leones” y no a “arriar corderos”); por otra parte, le permite incitar a la “maravillosa” y siempre “rebelde” juventud. 

Así, los mencionados liderazgos están tan indignados por la corrupción y tan agobiados por los continuos cambios sociales (por ejemplo, las formas de vivir la sexualidad; las alteraciones del lenguaje y las migraciones masivas) como “cualquier hijo de vecino” e identifican en la dirigencia política (sea la “casta”, sea el establishment) y en la ampliación de los derechos civiles (como el matrimonio entre personas del mismo sexo o la interrupción voluntaria del embarazo) la causa de todos los problemas sociales. 

En este sentido, se trata de líderes cuyos vínculos con sus seguidores se construyen, centralmente, a través de un potente elemento aglutinador: el resentimiento –el ressentiment, tan lucidamente descripto por Richard Sennett en 1977 [5]–, en estos casos contra el orden existente y, por extensión, la democracia. 

De allí que su discurso sea particularmente antiigualitario, pero también –y esto es fundamental– representativo. Y, si uno de los pilares de las democracias modernas es que, a diferencia de otros regímenes políticos (como los autoritarismos o los totalitarismos) permiten expresar, o representar, la pluralidad social (esto es, las distintas preferencias, valores y actitudes que integran la comunidad), ¿entonces qué hacer con estos grupos tan parte del “pueblo”, de la “gente” o de la “nación” como cualquier otro? ¿Cómo asegura la democracia su propia supervivencia? 

No obstante, para responder a estas preguntas es menester hacerse antes una mucho más incómoda, ¿cómo llegamos hasta acá?  Permítame el lector, entonces, hacer unas anotaciones finales sobre este último interrogante con la atención puesta en aquello que nos ocupa a ambos: Argentina.

La mayor parte de nuestra historia política estuvo caracterizada por la debilidad de los valores, discursos y comportamientos democráticos (como bien lo hizo notar a lo largo de su extensa obra Guillermo O'Donnell [6]). Y, si algo quedó claro, es que la radicalización, la exacerbación y la polarización de las posiciones políticas no disuelve y mucho menos supera la alternativa (sea esta más o menos democrática o autoritaria); por el contrario, la alimenta. 

En tales circunstancias, la diferenciación inherente a cualquier “pueblo” (por motivo de status, clase, religión, sexo, etnia, raza, lenguaje o generación) no tiene como resultado la pluralidad y la tolerancia, sino el enfrentamiento. 

En otras palabas, lo que le siguió a la oposición entre el yrigonismo y el antiyrigoyenismo en 1930, no fue la ampliación de la democracia, fue un gobierno militar y la proscripción del principal partido popular de la época, la Unión Cívica Radical. Cuando en 1945 la sociedad se dividió entre peronistas y antiperonistas, ello no derivó en una mejor calidad democrática, le siguió otro golpe de Estado que prescribió, nuevamente, al (desde) entonces principal partido popular (el Partido Peronista). 

Y cuando producto de esa polarización y, podríamos agregar, de la ausencia de una alternativa superadora, fue creciendo el cuestionamiento, la agitación, la intransigencia y la violencia en todos los rincones sociales –enardecidos además desde el poder, el Estado y la propia dirigencia política– al punto de no saber ya que proyecto de país cada parte estaba defendiendo, lo que le siguió fue el golpe de Estado más virulento, perverso y represivo de América Latina.

Así interpretada la historia argentina, cuando la polarización se radicaliza, los espacios de discusión y encuentro (que son fundamentales para el buen funcionamiento de la democracia) quedan reducidos a la mera oposición y a la negación del “otro” diferente como parte integrante (también) de la nación.  Y si los opuestos se atraen, lo han hecho, en estos casos, en su autoritarismo. Dejo que sea el lector el que saque sus propias conclusiones sobre el escenario político que sigue.

 


 

[1] https://www.cronista.com/economia-politica/milei-campana-sin-filtro-desde-volar-por-los-aires-al-banco-central-hasta-alberto-titere/

[2] https://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-55733573

[3] Según el propio Milei, sus referentes son Murray Rothbard, Walter Block y Jesús Huerta de Soto.

[4] En referencia a Norberto Bobbio (1994). El futuro de la democracia. Buenos Aires: Planeta-Agostini.

[5] En alusión al libro El declive del hombre público.

[6] Esta idea está presente en Contrapuntos: ensayos escogidos sobre autoritarismo y democratización, en particular, en “¿y a mí, que mierda me importa?”.

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