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Este viejo es peor que Tabaré

17 abril de 2013

Ido Chávez, ¿quién liderará la región? Las apuestas se dividían entre Cristina y Correa; hoy las opciones se han ecuadorizado.

José Mujica es un ateo militante. Tan ateo es que no asistió a la asunción del primer Papa matero del mundo, en una actitud sacrílega para un uruguayo. Su fe nunca había flaqueado hasta la agonía de Hugo Chávez. Pero el carisma de su enorme amigo pudo más: lo hizo llorar, lo impulsó a la iglesia y lo hizo rezarle a un dios en el que no creía. Así de intensa es su humanidad. Mujica no siente lo mismo por todos los presidentes fallecidos.

En su reciente entrevero con un micrófono no exageró ni maquilló lo que piensa. Y sólo puede pensar que ella es peor que él si considera que él era malo. ¿Un presidente latinoamericano progresista y popular cree que Kirchner era malo y Cristina peor? La incredulidad y el horror se abatieron sobre la Casa Rosada.

La Cancillería argentina se quejó de que Mujica denigrara a quien no se puede defender. Es un argumento pueril. Cristina admite que sigue hablando con su marido, le deja diarios en la tumba, lo escucha soplar o cerrar puertas a sus espaldas. En el Río de la Plata no hay pajaritos que transmitan mensajes del más allá. Pero si el ofendido se encrespa con el presidente oriental, tendrá sus maneras de hacérselo saber. Gardel, un habitué de las dos orillas, puede intermediar. No, la visión monocular era el menor de los problemas de Kirchner.

El inconveniente es que Mujica buchoneó lo que piensan muchos. Y no muchos uruguayos (todos salvo Víctor Hugo) sino muchos presidentes. Porque Dilma y Piñera (y Bachelet, y Lagos, y Frei, y Tabaré, y?) piensan lo mismo fuera de micrófono. Porque los Kirchner eran queridos por Chávez, por Morales y quizás por Correa, pero para el resto son inaguantables. No es necesario creerle a Mujica: basta preguntarle a cualquier diplomático o político vecino en privado, o sobre el final de una regada recepción protocolar: in vino veritas.

La “paciencia estratégica” que Lula proclamó para tratar con a la Argentina se traducía, off the record, en “es preciso tener saco para aguantar a Argentina”. En portugués saco significa, literalmente, escroto; figurativamente es algo así como bolas de acero. La diferencia entre Lula y Mujica está en la amplificación, no en el pensamiento. Sin embargo, hasta el evento microfónico la ficha no caía. Los argentinos gustan de pensar que viven en un país importante, que la región los acompaña y que el mundo sabe que existen.

Pero hay que ser muy ingenuo, o escribir en Página 12, para creer que la Argentina tiene una asociación estratégica con Brasil. La paridad estratégica entre los dos estados sudamericanos hace tiempo que terminó y las asimetrías no dejan de agigantarse. ¡Y eso no ocurre porque Brasil crezca mucho! En realidad, el gigante está frenando en seco como hace regularmente cada dos décadas, y su protagonismo global tenderá a congelarse durante los próximos años. Sin embargo, seguirá siendo un país emergente que mantiene una relación funcional con su vecino submergente: le prestará sus embajadas, lo acompañará en votaciones intrascendentes y despachará esporádicamente a Marco Aurélio Garcia para hacerle masajes de ego, mientras los negocios serios los realiza con Estados Unidos, Europa o los BRICS.

El oficialismo argentino pudo mentir un tiempo la realidad, pero las infidencias orientales terminaron desenmascarándola. Si Tabaré Vázquez ya le había pedido ayuda a Bush en caso de guerra contra la Argentina, ahora Mujica demostró que los sentimientos no cambiaron gran cosa. La Argentina de los Kirchner no es paria sólo en el mundo desarrollado: los vecinos que nos aprecian también son pocos.

El Gobierno Nacional tambaleó cuando Dios eligió al Papa. Rápida de reflejos, Cristina lo abrazó para neutralizarlo. Ahora tiembla otra vez y no hay dios que la salve del Pepe. Porque la verdad amenaza no sólo a los votos sino al mismo relato. Y la verdad es que los hermanos latinoamericanos, especialmente los progresistas, piensan en uruguayo. En un giro irreverente de la historia, Gardel termina imponiéndose a Bolívar.

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