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Falta una visión común sobre los derechos humanos

A pesar de que es su marca de nacimiento, en la democracia argentina persiste una tensión sobre valores esenciales y el sistema político que los hace posibles.

En Argentina, el 10 de diciembre ´de 1983 volvió la democracia de la mano de Raú
En Argentina, el 10 de diciembre ´de 1983 volvió la democracia de la mano de Raú Archivo
Martín D´Alessandro 17 diciembre de 2021

En 1983, Raúl Alfonsín eligió para asumir su presidencia el día 10 de diciembre, que era y es el Día internacional de los Derechos Humanos, en conmemoración del día de 1948 en el que la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó la Declaración Universal de Derechos Humanos, que reconoce derechos inalienables a todas las personas sin importar ninguna condición particular. 

En nuestra última transición, el país dejaba atrás uno de los períodos que más cruelmente había violado los derechos humanos en la tormentosa historia del Siglo XX, por lo que la democracia y la Constitución volvían a contrastar drásticamente con los abusos de poder y la intolerancia política que habían caracterizado a la historia del país. De hecho, Alfonsín ganó porque él y los valores de su partido encarnaron lo opuesto a esos abusos, y porque consecuentemente condenaba política y moralmente una concepción del poder para la cual los límites que imponen las constituciones -que son los únicos que pueden proteger a los derechos humanos- son estorbos propios de liberales ingenuos y/o preciosistas.

Pero Argentina es siempre un caso curioso. A pesar de haber sufrido como muy pocos países la inobservancia de los derechos humanos, y de tener un consenso unánime -a diferencia de otros países- sobre los inmensos perjuicios humanitarios que significó la última dictadura, sin embargo no logra una visión común, siquiera básica, sobre el significado histórico de los derechos humanos, sobre sus condiciones de ejercicio, sobre el papel de la experiencia argentina en la materia, o sobre el criterio a adoptar para determinar la cantidad de muertes y desapariciones de la década de los '70. 

En otras palabras, a pesar de su marca de nacimiento, la democracia argentina tiene una relación de tensión con los derechos humanos. Esto es contraintuitivo, porque más allá de las particularidades de cada país, la democracia es el único régimen político que, para existir -o para profundizarse- necesita constituciones y leyes que reconozcan derechos individuales, así como instituciones estatales que los garanticen y protejan. A su vez, los derechos no pueden sobrevivir sin la democracia política, es decir, sin las instituciones típicamente democráticas, como las elecciones libres y limpias, la libertad de prensa o la independencia del Poder Judicial. 

Históricamente, los derechos del hombre comenzaron a plasmarse en documentos con fuerza constitucional a partir del Siglo XVII, con las declaraciones a favor de la libertad y la autonomía de las personas en las revoluciones inglesa, norteamericana y francesa. Más tarde, con las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial a la vista, la comunidad internacional buscó difundir pautas de convivencia que moderaran la lucha por el poder en todos los países, y comprometer a sus miembros, al menos moralmente, a promover su observancia universal. 

De allí que la democracia liberal y los derechos humanos son ideales y valores humanitarios globales, y por eso suelen chocar conceptualmente con el nacionalismo, que refiere a un cuerpo homogéneo que comparte una tradición específica, una identidad particular, un ser nacional concreto, una esencia superior igualadora y, sobre todo, protectora frente a amenazas foráneas. La democracia constitucional, en cambio, refiere a un procedimiento abstracto para hacer posible no solamente la convivencia entre personas heterogéneas a través del mero respeto a sus derechos legales, sino también a la posibilidad de obtener resultados políticos y económicos beneficiosos en marcos de competencia legítima ya sea por el poder político o por ganancias económicas. 

Algunos países han logrado unir o bien complementar ambas ideas, logrando lo que el filósofo alemán Jürgen Habermas ha denominado “patriotismo constitucional”, es decir, la combinación de la sensibilidad nacional -y podría agregarse, popular- con la constitución política liberal y la competencia económica. La Argentina, por el contrario, ha sufrido durante gran parte de su historia el veto o bien el bloqueo mutuo entre estas dos ideas, cuya disputa, además, convivió de formas diversas dentro de los partidos políticos, dentro de gobiernos civiles y militares, dentro de la intelectualidad y dentro de corporaciones económicas sindicales o empresariales. 

También en este terreno, el resultado fue, y sigue siendo, la imposibilidad de lograr acuerdos de convivencia política, y la imposibilidad de compartir algún modelo de desarrollo social y económico sustentable. 

Alfonsín intentó una síntesis que permitiera un futuro optimista: libertades sin ningún tipo de amenaza y legitimidad de las instituciones de la democracia, basadas en la infeliz experiencia del pasado, que facilitarían a su vez acuerdos económicos integradores para el desarrollo social. En sus palabras, con la democracia no solo se vota. Pero aquel momento no fue comprendido ni la propuesta cabalmente implementada, y la Argentina de siempre sigue aún hoy empeñada en enfrentamientos viejos (los sindicatos discuten salarios pero no productividad), presiones viejas (los empresarios discuten ganancias pero no reinversión) y liderazgos viejos (los gobiernos siguen chocando contra la misma pared y construyendo la épica de las lastimaduras resultantes). 

Así, 38 años después de la propuesta alfonsinista, seguimos enredados en imposibilidades, parálisis, decadencias, anacronismos y contradicciones conceptuales, como el festejo de los derechos humanos denostando al mismo tiempo al pensamiento liberal que los sistematizó y catapultó teóricamente, a los valores universales que representan y a las reglas institucionales y democráticas que los garantizan.

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