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Fuerza variable, iniciativa persistente

20 marzo de 2015

(Columna de Néstor Leone)

El Frente para la Victoria construyó su identidad a partir de un esquema cambiante de alianzas sociales. ¿Cuál fue la dinámica kirchnerismo-peronismo-justicialismo?

El kirchnerismo es el nombre de la última década y cuarto. Como nominalidad a partir de la cual mencionar los clivajes, y como proceso histórico. Su decisión emergente para hacer de la iniciativa política una ideología de la acción (desordenada, vertiginosa y repentina, pero sin constricciones) y su diagnóstico bastante acabado respecto de cuáles habían sido las causas profundas de la crisis precedente lo hicieron posible. La creatividad política desplegada y los grados de autonomía relativa que supo construir, entretanto, lo fueron consolidando. Y esto, a pesar de los contratiempos y las dificultades que debió sobrellevar.

Portadores de esa novedad, los Kirchner marcaron la agenda, resignificaron algunos términos, desempolvaron otros, permitieron albergar a una pluralidad contradictoria de miradas e intentaron construir mayorías vía transversalidad, concertación plural o asunción firme del timón justicialista, convencidos siempre de la necesidad de no abandonar la iniciativa. En ese sentido, el kirchnerismo funcionó mejor hasta aquí como articulador de sectores sociales, como argamasa parcial de la aguda fragmentación heredada, que como constructor de armados consistentes en términos orgánico-partidarios. Y esto ?hipótesis en mano?, contrariamente a lo que se piensa.

De hecho, el Frente para la Victoria resulta menos la representación de un instrumento electoral, que la adhesión al liderazgo audaz e impenitente de sus máximas referencias. Se ha destacado como fenómeno de poder, es cierto; pero no en términos de estricta construcción partidaria. Quizá tanto por condicionantes estructurales del sistema político como por cierta propensión a sentirse secretamente a gusto en esa inorganicidad. La naturaleza variable y, sobre todo, limitada de la coalición de gobierno, tanto como las dificultades para procurar una sucesión presidencial que no descanse en el apellido Kirchner y que, a su vez, sea acorde con la intensidad y el horizonte de sentido que esa nominalidad impuso a la dinámica política del país, es probable que sea un indicador de esa característica.

LIDERAZGOS

Resulta difícil escindir una figura de la otra. La de Cristina de la de Néstor Kirchner. Personalizar en alguno de ellos los atributos que forjaron en conjunto. Esos atributos que suponen una forma particular de entender la política. Y de ejercerla. La distinta acumulación de poder y recursos simbólicos con la que cada uno llegó al gobierno explica en buena medida algunas de las diferencias posibles. Los contextos políticos disímiles, también. Así, si el de Kirchner puede ser considerado un liderazgo de transacciones, más propenso a los acuerdos con los líderes políticos y sociales “realmente existentes”, el de Cristina tuvo mayores componentes de verticalidad, solicitó un mayor compromiso con la “causa” en eso de “cerrar filas” y apeló a una mayor consustanciación con la defensa uniforme del “proyecto”.

El comienzo debilitado de Néstor Kirchner, sin armado propio de peso, una conflictividad cuasi explosiva todavía lejos de ser restañada y una fragmentación importante en el complejo mapa de fuerzas convertían al juego de piezas en un rompecabezas y a la cuidadosa tarea de incrustarlas de alguna manera, en una imperiosa necesidad. Su historia de negociador duro y trato campechano como dirigente patagónico facilitó las cosas, en esa adversidad. La decisión política de prodigar en esta tarea recursos (legítimos) del Estado, simbólicos y materiales, permitió el salto cualitativo. Así, de ser un simple “títere de Duhalde”, pasaría a convertirse entonces en un líder supuestamente “hegemónico y autoritario”.

Con Cristina, en ese sentido, la cuestión fue distinta. No mucho, al principio. Bastante, después. Aquel liderazgo de transacciones devino progresivamente en ascendencia sin tantos intermediarios ni mediaciones, menos trato directo con aquellos referentes sociales y políticos y una apuesta más deliberada, aunque menos explícita, por hilvanar una construcción propia que le respondiese, consustanciada con aquella identidad política ya más consolidada. Es cierto, en algún momento tuvo que desandar algunos pasos en la búsqueda de ese objetivo y, de alguna manera, resignarse a no perder lugares de influencia (y de control, si fuese posible) dentro de los armados ya existentes. Pero nunca abandonó la convicción respecto de la necesidad de subordinar y/o desplazar, por ejemplo, a ciertos actores tradicionales del justicialismo y mantener a raya a aquellos que no eran fácilmente “subordinables” y/o “desplazables”.

La defección que dejó el conflicto con el “campo” entre las filas propias (sobre todo, en el ámbito legislativo) desató el alerta. La decisión de participar de manera más cuidadosa y, en algunos casos, de tener una incidencia decisiva en la confección de las listas electorales posteriores, con menos lugares para los “tibios” en favor de un elenco más “propio” e incondicional, pareció ser la respuesta. Una respuesta que puso en claro los nuevos contornos del esquema de gobierno. El ascenso de La Cámpora tiene bastante que ver con esto. El desplazamiento que se dio en estos días del histórico operador “todoterreno” del justicialismo, Juan Carlos Mazzón, luego de cierres de listas que no dejaron conforme a la Presidenta, tanto en Mendoza como en Santa Fe, también.

MOMENTOS

El primer momento de esta coalición de contornos variables fue el de la “transversalidad” como articulador posible de las necesidades del nuevo elenco de gobierno y de las demandas de aliados concretos u eventuales. Kirchner había llegado al Ejecutivo con una legitimidad de origen menguada por un balotaje trunco y los coletazos del “que se vayan todos” como amenaza persistente. Convertir al Frente para la Victoria en algo más que un sublema de peso dentro del universo peronista aparecía entonces como bastante más que una necesidad. Persuadido, de alguna manera, de que no se podía permanecer airoso en ese tembladeral sin ensanchar los grados de autonomía relativa del Estado o recuperar la centralidad perdida de la acción política.

Esa coalición primigenia tenía una conformación variopinta, que hablaba de aquella heterogeneidad y de su carácter endeble. Por un lado, algunas agrupaciones de origen peronista, pero alejadas del PJ; sectores social-liberales o socialdemócratas, desencantados de los partidos tradicionales; y movimientos sociales y/o sindicales, con raíces culturales en el peronismo y/o en expresiones socialcristianas. Por el otro, dirigentes de centroizquierda necesitados de hacer pie en el nuevo contexto; incluso, algunos, con responsabilidades concretas de gestión, pero que no tenían estructura propia y extendida más allá del distrito que habitaban. Y, claro, el aparato justicialista de la provincia de Buenos Aires. Tan temido como necesario.

Los Kirchner pronto advirtieron que, aunque valiosa, esta base de sustento no resultaba suficiente. Entonces hubo un segundo momento, con la ruptura con Eduardo Duhalde como contexto y condición de posibilidad. Por un lado, consolidaron los lazos con la conducción sindical de la CGT, ya bajo el mando exclusivo, desde 2005, del líder camionero Hugo Moyano. Revitalizar al desprestigiado y en retroceso sindicalismo era una forma de promover nuevas relaciones de fuerza en la sociedad y, de algún modo, cubrirse las espaldas. Por el otro, se preocuparon por no dejar en manos extrañas (o abandonado a su suerte) al aparato del PJ, en aquella convicción de que no alcanzaba sólo con la heterogénea coalición de apoyos sociales conseguidos. Y, peor aún, ante la presunción de que podría ser utilizada gravosamente en su contra.

En tercer lugar, la jugada más heterodoxa: ganar para el Frente a un sector del radicalismo, la principal fuerza de oposición. Pero no a través de la suma de dirigentes a título personal, sino incorporando algo de su estructura y presentando la estrategia como un intento de reeditar los viejos sueños frentistas del peronismo. El retroceso de la UCR, luego de la implosión de su última tarea de gobierno, en diciembre de 2001, y la ausencia de contención para quienes aún tenían dominio territorial (localizado, pero dominio al fin) y debían gestionar en un mar de adversidades, generaron las condiciones para una relación que, en un principio, fue de mutua conveniencia y que, con el tiempo (circa 2006-2007), se fue convirtiendo en activo entendimiento.

RUPTURAS

El “conflicto del campo” sería un punto de inflexión en este y otros sentidos. Y abriría, de alguna manera, un tercer momento. El “voto no positivo” del entonces vicepresidente Julio Cobos, la referencia de aquella Concertación Plural con parte del radicalismo, había dejado fisuras difíciles de ocultar. Y la defección de algunos legisladores del PJ, con la consiguiente formación de un espacio de contornos móviles que se haría llamar peronismo disidente o Federal, ponía reparos a la cercana entronización de Kirchner como presidente del principal partido de gobierno. Aun así (y contra las cuerdas), el Gobierno puso en juego su capacidad para reinventarse y retomar la iniciativa, con audacia política y profusión de medidas rupturistas. De hecho, terminó de construir algo parecido a una identidad política y le dio contornos a una minoría intensa que contribuiría a recuperar la mayoría perdida.

En ese contexto, el sindicalismo se mantuvo firme en su acompañamiento. El regreso de instancias de negociaciones clave, como los convenios colectivos de trabajo o las paritarias salariales, y el engrosamiento de sus filas con más trabajadores encuadrados, les permitió recuperarse como grupo de presión, ocupando la centralidad que, en la década anterior, tenían los movimientos sociales de resistencia. De todos modos, no tardarían en llegar las tensiones. En la CTG mayoritaria; y también en la CTA alternativa. Algo que ya se había profundizado entre las organizaciones patronales, ya bastante lejos de aquella búsqueda inicial de una “burguesía nacional” como sujeto también protagonista del cambio. La disputa con el Grupo Clarín, frontal y definitiva, acentuaría ese cauce.

Un cuarto momento sobrevendría con los primeros cimbronazos tras la victoria holgada de 2011 y está dominado por una imposibilidad: la de la re-reelección de Cristina y la disputa/dificultades para sucederla. Y, de alguna manera, sigue en curso. En ese trayecto, aquella “alianza estratégica” (Moyano dixit) con una CGT unificada finalmente quedó atrás, tanto como se convirtió en más fragmentado y disperso el mapa de representación sindical. No porque el Gobierno no mantuviera su esquema de apoyos, sino porque éste se convirtió en más complejo e inestable. A su vez, una nueva sangría de dirigentes intermedios, algunos intendentes del Conurbano incluidos, volvió a hacer posible una disidencia en el universo peronista-pejotista. El triunfo de Sergio Massa y su Frente Renovador, en 2013, obró entonces como presagio de fugas por goteo. Sus dificultades crecientes para crecer, camino a las presidenciables, muestran hoy, a su vez, la ascendencia persistente de Cristina. Y su papel aun preponderante como electora dentro del peronismo.

La disputa al interior del Frente para la Victoria entre las candidaturas de Daniel Scioli y Florencio Randazzo, a su modo, también forma parte de las limitantes y los desafíos de este cuarto momento. Por caso, el que tiene el Frente para la Victoria como instrumento electoral, ya sin el apellido Kirchner en lo más alto de la boleta. O el que tiene el kirchnerismo más “intenso” para ampliar sus contornos y volver a convertirse en actor central de una nueva mayoría. Los intentos del gobernador bonaerense por presentarse como único representante posible de un peronismo unificado van por uno de esos caminos. El ímpetu del ministro por ofrecerse como continuidad, apuntalado por gestos cada vez más concretos de Cristina, va por otros.

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