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Joe Biden, el reformista inesperado

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30 mayo de 2021

Por Tomás Múgica

“Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado”. El apotegma de Karl Marx se aplica bien a Joe Biden. Político del establishment de Washington, senador entre 1973 y 2009, vicepresidente de Barack Obama durante ocho años (2009-2017) y con sólidos vínculos con Wall Street, Biden resulta ?en gran medida por obra de circunstancias excepcionales- un reformista inesperado. La pandemia, el accidentado mandato de Trump y hasta la avanzada edad en la que le toca asumir la presidencia, lo han puesto en ese lugar.

En sus primeros cuatro meses de gobierno, el presidente ha desplegado una ambiciosa agenda de reformas, que involucra la relación entre Estado y mercado, y más profundamente, el vínculo entre capitalismo y democracia. Una agenda que parece confirmar el fin del ciclo neoliberal en Occidente, ya manifestado en el ascenso de Donald Trump ?y el crecimiento electoral de Bernie Sanders y del ala progresista del Partido Demócrata- en Estados Unidos y de líderes nacionalistas en países europeos y latinoamericanos.

En su discurso ante el Congreso ?de fuerte contenido programático- en ocasión de los cien días de gobierno, Biden dibujó un escenario tan adverso como excepcional: la peor pandemia en un siglo, la peor crisis económica desde la Gran Depresión, el peor ataque a la democracia desde la Guerra Civil. Deberíamos agregar la desigualdad económica un tema central en la agenda pública norteamericana: entre 1968 y 2018, el 20% más rico vio crecer su porción del ingreso nacional del 43% al 52% y el 5% más rico pasó del 16% al 23% (Pew Research Center). La pandemia seguramente agravará esas cifras.

La respuesta a este escenario, según Biden, debe también ser extraordinaria. En esencia, se trata de un gigantesco paquete de estímulo fiscal, que revaloriza el rol del Estado como sostén del consumo y la inversión, promotor del cambio tecnológico (en gran medida vinculado a la protección del ambiente) y garante de la equidad social. Todo ello financiado con una mayor carga impositiva a las capas más pudientes de la sociedad americana. “Big Government” y nuevo pacto fiscal.

El programa de Biden gira en torno a tres grandes paquetes de ayuda fiscal e inversión pública: el American Rescue Plan, con un monto de US$ 1,9 billones (casi 10% del PIB) y aprobado en marzo, brinda asistencia a ciudadanos y empresas afectados por la crisis, en forma de pagos directos, beneficios adicionales de desempleo y desgravaciones impositivas.

A ello se suman dos nuevas iniciativas, actualmente en negociación en el Congreso: el American Jobs Plan, de US$ 2 billones en ocho años, apunta al desarrollo de infraestructura básica en transporte, energía, vivienda, agua y saneamiento, comunicaciones (incluyendo conexión universal a internet de banda ancha), así como financiamiento de investigación y desarrollo en áreas como energías limpias y cambio climático. El plan está guiado por el principio de “Buy American”, tanto en cuanto a los materiales como en cuanto a los empleos. También será “blue collar”: según estimaciones de la Administración Biden, el 90% de los empleos creados no requerirá título universitario.

Finalmente, el American Families Plan (US$ 1,8 billones en diez años) incrementa la ayuda social en diversas dimensiones, como acceso a la educación (incluye dos años de comunnity college gratuito), gastos médicos, cuidado infantil y subsidios directos a las familias.

Biden completa su programa con un proyecto de ley de apoyo a la sindicalización (PRO Act) y otro para elevar el salario mínimo a US$ 15. En conjunto, estas iniciativas forman la propuesta política más progresista ?desde el punto de vista socioeconómico- desde la “Great Society” de Lyndon Johnson en los años '60. El presidente espera financiarlo elevando la carga impositiva del 1% más rico y las grandes corporaciones. Un sector que, desde la mirada del gobierno, se resiste a contribuir al sostenimiento de la sociedad con la porción que le corresponde y oculta su riqueza en paraísos fiscales.

Biden propone un incremento de la alícuota impositiva máxima aplicable a quienes ganan más de US$ 400.000 por año, llevándola a 39,6%. La otra vía para acrecentar la recaudación es un proyecto que incrementa el Impuesto a las Sociedades, pasando del 21% vigente ?producto de la reforma fiscal de Trump en 2017- al 28%; y mayores tasas a las ganancias en el extranjero. Después de décadas de preferencia por la austeridad fiscal, Biden propone más gastos y más impuestos. Para que no queden dudas de su orientación, ante el Congreso señaló que “la economía del derrame” (trickle-down economics) nunca ha funcionado.

Biden acompaña su impulso reformista con una exitosa campaña de vacunación (66% de la población adulta) y buenas perspectivas de recuperación económica (6% de crecimiento esperado en 2021 según el FMI). Cuenta con un apoyo sólido en la opinión pública (54% de aprobación), que en algunos puntos trasciende fronteras partidarias (el 73% apoya el American Jobs Plan). Pero la distribución de poder institucional, reflejo de una sociedad polarizada, marcará límites a su agenda. El terreno más difícil es el Congreso y particularmente el Senado (repartido 50-50) en el cual un Partido Republicano liderado por Trump -quien al menos por ahora cuenta con buenos índices de popularidad- se opone a las iniciativas del Gobierno.

Biden necesita apoyo legislativo para poder concretar su programa. Logró aprobar el American Rescue Plan sin votos republicanos, pero deberá ceder para llevar adelante los otros dos paquetes, que requerirán al menos 60 votos en el Senado. Ya lo ha hecho en su programa de infraestructura, rebajando su monto a US$ 1,7 billones. Lo seguirá haciendo, aunque la perspectiva es difícil.

Estados Unidos y el mundo

La agenda internacional del Gobierno americano guarda continuidad con sus prioridades domésticas. La competencia con China sigue siendo ?como sucedía con Trump- el eje rector de la política exterior. Según Biden, el dominio de las tecnologías del futuro ?microchips, biotecnología y energías limpias, entre otras- y el freno a prácticas comerciales consideradas como desleales servirán para construir una economía que beneficie a la clase media, el motor de la reconstrucción americana. En su competencia contra China, el consenso interno parece estar asegurado; distinto es el caso fronteras afuera, dado que China es un socio decisivo ?especialmente en el terreno económico- para muchos países, incluyendo los europeos; a ello se suma que un número importante de Estados es tan crítico como China del orden mundial creado por Estados Unidos, cuya reforma hoy se discute.

Pero hay algo más. Como complemento de su política tributaria doméstica, Biden propone una tasa mínima global del impuesto a las sociedades ?al menos el 15%- para limitar la capacidad de las corporaciones de trasladar sus ganancias a paraísos fiscales (como Luxemburgo) o países que sin llegar a ese status ofrecen tasas impositivas significativamente menores, como es el caso de Irlanda. Por el momento la negociación -con apoyo de Alemania, Canadá, Italia, Francia y Japón y resistencia del Reino Unido- tiene lugar en el marco del G-7 y la OCDE.

Biden se propone además recuperar un liderazgo y una confiabilidad que Estados Unidos ve cuestionados. El regreso a la OMS y al Acuerdo de Cambio Climático, la organización de la Cumbre de Líderes sobre el Clima, un compromiso más claro con la defensa de la democracia y los derechos humanos, la recuperación del vínculos con los aliados europeos y asiáticos van esa dirección. También sus acciones más recientes frente a la pandemia, superando la introversión inicial: vacunada la mayor parte de su población, Estados Unidos se dispone a incrementar la provisión de vacunas a socios y aliados externos y apoya un acuerdo internacional para suspender las patentes de las vacunas contra el Covid-19.

En un inicio ambicioso, la administración de Biden busca posicionar a Estados Unidos ?una potencia en declive relativo- en la vanguardia de la reforma del capitalismo global, recuperando el rol de Estado como organizador de la economía y garante de la equidad social, y sumándole el de protector del medio ambiente. Busca demostrar además que la democracia es un régimen político que “todavía funciona”, como dijo el Presidente ante el Congreso, y no un mero ejercicio de gatopardismo. Las batallas que enfrenta, en un escenario doméstico polarizado y un sistema internacional fragmentado, demandan consensos difíciles de alcanzar. En caso de éxito, Biden necesitará además un sucesor que continúe sus políticas. De todos modos, ha decidido que vale la pena intentar un cambio. Y ello es una buena noticia.

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