jue 28 Mar

BUE 27°C

Kirchneristas son todos (Parte II)

27 mayo de 2013

No hay verdaderas razones ni contenidos profundos detrás de la supuesta polarización. ¿O sí?

El clima de debate político se ha vuelto insoportable en la Argentina. Entre el kirchnerismo y el antikirchnerismo, ha quedado poco espacio para las posturas intermedias. Son moneda corriente las historias de familias divididas, parejas rotas y reuniones de amigos que establecen la regla de no hablar de política para evitar las piñas.

Sin embargo, un análisis relativamente desapasionado de los términos de la discusión no tarda en descubrir que las bases de la crispación son débiles. No hay verdaderas razones ni contenidos profundos detrás de la supuesta polarización. Hay algo de exacerbado en el discurso. Una probable explicación de este fenómeno social, tan característico de la Argentina de los últimos tiempos, podría estribar en el hecho de que todos los dirigentes políticos relevantes forman o formaron parte del mismo nodo político. Es que, actualizando la metáfora de Perón, bien podríamos decir que, en la Argentina del Siglo XXI, kircheristas son todos.

Así como el kirchnerismo, que llega al Gobierno en forma poco más que accidental en 2003, construyó un discurso y una épica desde el ejercicio mismo del poder, absorbiendo en el camino algunos valores ideológicos sobrevivientes de la hecatombe de 2001, también la oposición que aspira a sucederlo, compuesta en buena medida por políticos provenientes de la experiencia kirchnerista, enfrenta un desafío discursivo importante.

Generar una identidad propia y diferenciarse, y al mismo tiempo recaudar en valores compartidos subyacentes, es una tarea dificilísima para los políticos que nadaron en el ancho océano de la política tradicional argentina. Sin dudas, llevan ventaja en esto los militantes del cacerolerismo libertario o el piqueterismo revolucionario. Expresiones minoritarias que viven primaveritas en tiempos de crisis. Desaprovechadas, porque luego no pueden transformar en opciones electorales. Precisamente, porque el electorado argentino es poco permeable a las rupturas ideológicas.

Las encuestas de Latinobarómetro, un estudio comparativo de opinión pública que se realiza desde hace 20 años en 18 países latinoamericanos, muestra que el electorado argentino es el que declara menor distancia ideológica de todo el continente. Es decir, las menores diferencias entre electores por razones de ideas.

El votante argentino es centrista: la ubicación en el “centro” es el fetiche político nacional y la mayoría de los argentinos, en forma individual, se autoidentifica en ese lugar. La estructura social del electorado es consistente con ese centrismo declarado. No hay fenómenos relevantes de lucha de clases, ni de xenofobia, ni de conflicto religioso, que luego puedan expresarse en polarización ideológica. Ni siquiera, pese a la matriz federal de nuestra política, se registran enfrentamientos regionalistas. ¿O acaso si los hay?

Muchas teorías revisionistas giran alrededor de la imagen de una Argentina renuente a reconocerse en una profunda falla social, que enfrentaría a una Nación blanca del litoral con una morena del interior. Cada una de ellas, portadora de visiones y agendas políticas antagónicas. Se trata de una idea que nos resulta muy familiar porque sale de la pluma de ensayistas y escritores muy talentosos. Pero casi no hay estudios científicos o académicos que las avalen. Tal vez sea hora de investigar a fondo las hipótesis revisionistas porque es probable que seamos un país socialmente condenado a la polarización, y que tengamos que pensar en políticas de largo plazo para lograr la integración.

Mientras tanto, y a la espera de los frutos de esas investigaciones por venir, lo que muestra el Latinobarómetro, el Informe de Conflictos Mundiales que elabora la Unión Europea y el de Desarrollo Humano del PNUD, entre otros, es todo lo contrario: que nuestros niveles de polarización social son muy bajos, si los situamos en una escala internacional. Esto no es todo.

Si pasamos del electorado a la dirigencia, y observamos los niveles de distancia ideológica entre los partidos y opciones, vamos a encontrar que son muy pocos los ejes de diferenciación. Nuestra comunidad política está atravesada por los consensos. En política exterior y de defensa, alcance de la educación y los servicios públicos, ideas socioeconómicas generales, asuntos morales y toda una serie de debates que dividen en dos o tres a los electorados y dirigencias de las democracias del mundo. El nuestro es un país de grandes acuerdos y denominadores comunes. Este es el panorama contrastante con la impresión, generalizada y compartida, de que los argentinos estamos divididos. Las ideas, las tradiciones o las diferencias sociales que podrían fundamentar semejante cuadro, brillan por su ausencia. Y la tesis identitaria ?la idea futbolera de que, más allá de los contenidos racionales, los argentinos nos dividimos por camisetas- tampoco es muy prometedora a la luz del hecho de que, como vimos, buena parte de la oferta está ocupada por dirigentes que supieron vestir la misma camiseta.

Si todo lo anterior es cierto, y aplicando un principio de descarte, nos va quedando una explicación del clima de enfrentamiento político que domina a la política argentina: que el nivel de la retórica se encuentra divorciado de sus bases sociales y políticas. Más concretamente: que el divorcio es una consecuencia de los anudamientos de una dirigencia política débilmente diferenciada en una sociedad que ofrece pocas oportunidades de diferenciación (o “clivajes”, hablando en jerga).

En esta nota

últimas noticias

Lee también