(Artículo publicado en la edición nº33)
En algunos países todo cambia, en otros todo se repite. Aquí todo cambia para que todo siga igual.
El domingo pasado hubo elecciones en Europa y en América Latina. En Portugal, el Partido Socialista perdió las elecciones ante el centroderechista Partido Socialdemócrata (sic), al que había desalojado del poder seis años atrás; en Perú, el candidato de un partido que nunca gobernó sucederá a un Presidente cuyo partido no logró presentar un candidato a la sucesión.
Desde 1981, en Portugal sólo hubo primeros ministros del PS y PSD, los dos partidos que periódicamente se alternan en el gobierno; en Perú hubo, desde 1980 hasta Ollanta Humala, siete presidentes que pertenecieron a cinco partidos diferentes. Dos mundos en contraste: de un lado, la estabilidad partidocrática de buena parte de las democracias europeas; del otro, la volatilidad partidaria que distingue a algunos países de América Latina.
Sin embargo, Portugal representa mejor a su continente que Perú al suyo. Porque, aunque ciertas crisis cíclicas y varios analistas distraídos sugieran lo contrario, en la mayoría de los países latinoamericanos la continuidad prevalece sobre la ruptura. Y esto incluye a la Argentina.
A partir de 1983, todos los presidentes argentinos provinieron del peronismo o del
radicalismo. Si bien el sistema de partidos tendió a desconcentrarse desde entonces,
hoy en día nadie piensa seriamente que un candidato de otro partido pueda ganar la
elección presidencial. O, al menos, no lo piensan estadistas como Pino Solanas y Mauricio Macri, que optaron por competir en la ciudad de Buenos Aires ante la escasez de chances nacionales.
Es posible que Lilita Carrió tenga otra opinión, pero interpretar su pensamiento permanece fuera de nuestro alcance. El caso de Hermes Binner no está cerrado: más cerca de la jubilación que de la Casa Rosada, este médico de 68 años podría encabezar una candidatura testimonial para acompañar a sus aliados de las provincias aledañas. Nada fuera de lo normal: el socialismo argentino siempre ha presentado honorables candidatos presidenciales que, sin excepciones, alcanzaron honrosos resultados de un dígito.
En América Latina, más de la mitad de los países tienen partidos institucionalizados
y una estructura de competencia partidaria previsible. En Brasil, Chile, Uruguay,
México, República Dominicana y la mayor parte de América Central, además de la Argentina, los mismos dos o tres partidos se han disputado la presidencia durante los
últimos veinte años. Venezuela, Ecuador y Bolivia aparecen en el extremo opuesto, con partidos recientes que giran alrededor de figuras carismáticas como consecuencia de la implosión de los sistemas precedentes. Colombia, Perú y Paraguay se encuentran
a mitad de camino, produciendo outsiders capaces de conquistar la presidencia pero
con partidos tradicionales que sobreviven y siguen influyendo, pendularmente, la competencia.
De vuelta a la Argentina, semejante fenómeno oscilatorio sólo se manifiesta en distritos demográficamente dinámicos o tilingos (sic) como Tierra del Fuego y la Capital Federal. Hay quien coloca a Santa Fe y Córdoba en la misma categoría,
considerando que un gobernador socialista actual y la victoria potencial de Luis Juez
iluminan el fin del bipartidismo. Sería un error: el socialismo, además de ser el partido
más tradicional de Santa Fe, gobierna en coalición con el radicalismo, sin lo cual
el peronismo continuaría invicto. En cuanto a Córdoba, más allá de que Juez no consiga fiscalizar sus victorias, la trayectoria partidaria de su carrera política torna incierta su autonomía respecto de un gobierno nacional peronista.
Como Mario Das Neves está descubriendo con dolor, la Casa Rosada es una eficiente alineadora federal en tiempos de vacas gordas.
El futuro de Portugal y Perú asoma turbulento. Sobre el primero se cierne el fantasma
del default, sobre el segundo la fuga de capitales y el conflicto social. Nada está escrito, sin embargo. En la Argentina, en cambio, sí: el próximo presidente no será un outsider. Quien no consiga vivir con el bipartidismo siempre tiene abiertas las fronteras.