por María Eugenia Pierrepont (*)
La política pública debe orientarse a reducir la magnitud de los obstáculos que deben enfrentar las mujeres y así lograr equiparar a los ciudadanos en términos de la satisfacción de sus derechos
Eliminar las desigualdades sociales, económicas y laborales entre los géneros es un paso fundamental para que las mujeres (y también otros grupos vulnerables) logren ejercer efectivamente sus derechos.
A pesar de los progresos que ha habido en estos campos, las brechas de género aún persisten. Estas diferencias se expresan, por ejemplo, en los menores salarios promedio, menor acceso a activos económicos, menor participación política, mayor exposición a la violencia, menor acceso a la educación sexual y reproductiva, etcétera.
Esto evidencia que los mecanismos empleados no funcionan correctamente y/o no son suficientes a efectos de remover los obstáculos que existen para equiparar a las personas en términos de la satisfacción de sus derechos. Hablar de brechas es hablar de justicia y equidad, y hablar de justicia y equidad requiere pensar en políticas que garanticen derechos, compensen diferencias y brinden beneficios y oportunidades homogéneas para todas las personas.
La equidad laboral es una dimensión significativa de la equidad de género en una sociedad. En términos de empleo, las mujeres enfrentan más obstáculos que los varones para ingresar y desarrollarse en el mercado laboral.
Si bien las mujeres representan la mitad de la población total, participan menos en el mercado laboral. La incorporación evidenciada décadas pasadas pareció estancarse y en la actualidad la tasa de actividad se encuentra en un nivel muy bajo respecto del hombre. Según datos de la Encuesta Permanente de Hogares para el cuarto trimestre de 2018, esta diferencia fue de más de 20 puntos porcentuales.
Asimismo, están más expuestas a la desocupación, las que participan en el mercado laboral lo hacen en peores condiciones y con mayores restricciones para su desarrollo. De acuerdo a las últimas cifras de empleo, la tasa de desocupación para ellas es del 10,2% frente al 8,2% de los varones. Estos valores crecen considerablemente cuando se trata de personas de entre 14 y 29 años (21,4 vs. 15,4). Existe segregación laboral de género horizontal, esto es, mujeres concentradas en algunos sectores y actividades; y segregación vertical, es decir, mujeres concentradas en estadios más bajos de jerarquías ocupacionales. En las actividades vinculadas al servicio doméstico, la enseñanza y los servicios de salud, ellas representan el 95%, 75% y 68% de la población ocupada, respectivamente. En el sector privado, el 72% de los puestos de decisión son ocupados por varones, mientras que en el sector público, el 60%. Además, casi 4 de cada 10 mujeres asalariadas se encuentra en la informalidad.
¿Y cómo es la distribución de tareas al interior del hogar? Aquí también existe una división del trabajo por género. Las mujeres asumen una proporción mucho mayor que los varones de la realización de trabajo doméstico (o trabajo no remunerado).
Este comprende: los quehaceres domésticos (limpieza de casa, aseo y arreglo de ropa; preparación y cocción de alimentos, compras para el hogar; reparación y mantenimiento de bienes de uso doméstico) y las actividades de cuidado de niños, enfermos o adultos mayores miembros del hogar.
Asimismo, incluye las actividades dedicadas al apoyo escolar y/o de aprendizaje a miembros del hogar. En base a la información provista por la Encuesta sobre Trabajo no Remunerado y Uso del Tiempo (INDEC 2013), las mujeres destinan en promedio mayor cantidad de horas a la realización de tareas domésticas y de cuidado que los hombres (6,4 horas vs. 3,4 horas). Si en el hogar hay niños pequeños, el tiempo destinado a tareas de cuidado es mayor (9,8 horas vs 4,5 horas). Asimismo, las mujeres ocupadas destinan un poco menos de tiempo que las desocupadas a este tipo de tareas, pero llamativa mente ocupan casi el doble de tiempo que el que le dedica un hombre desempleado (5,9 horas vs. 3,2 horas).
No resultaría descabellado pensar que la jornada de trabajo para el mercado guarde estrecha relación (o la condicione) con la jornada de trabajo no remunerado en el hogar.
Pero no todas las realidades son iguales. Las desigualdades socioeconómicas pueden profundizar las brechas mencionadas más arriba ya que las mujeres que viven en hogares de bajos ingresos no tienen iguales opciones que las mujeres que viven en hogares de ingresos medios (menores mecanismos de acceso al control de la reproducción, herramientas de arreglos de cuidados más reducidas, etcétera). Revisando los números de distribución de la población según escala de ingreso individual (ingresos provenientes del trabajo y de otras fuentes como las jubilaciones y pensiones, o subsidios) se observa una mayor proporción de mujeres en los deciles de menores ingresos. De cada 10 personas que pertenecen al 10% más pobre de la población, 7 son mujeres; mientras que la cifra se invierte cuando se revisa el 10% de mayores ingresos. Estas cifras nos hablan de una dinámica persistente de reproducción de la desigualdad.
Surge con claridad que lograr la igualdad de género debiera ser un interés de todas las personas para lograr una sociedad más igualitaria. En este contexto, ¿hay espacio para la política pública? Sí. La política debe orientarse a reducir la magnitud de los obstáculos que deben enfrentar las mujeres. La eliminación de las brechas compele a los gobiernos a compensar diferencias y coordinar políticas para lograr equiparar a los ciudadanos en términos de la satisfacción de sus derechos. En este sentido, resulta ineludible incorporar la perspectiva de género en las distintas instancias del ciclo de las políticas públicas.
(*) Economista y Fundación Éforo