(Columna de Álvaro Herrero)
La nueva Corte debería enfrentar la principal deuda que tiene con la sociedad y con el sistema político: la lucha contra la corrupción.
Será una nueva Corte Suprema. Ya no quedará nadie de la generación de 1983, aquellos que tuvieron el desafío de navegar por las tumultuosas aguas de la transición democrática. A partir de diciembre, el Máximo Tribunal tendrá dos nuevos integrantes, que llenarán las vacantes de Carlos Fayt y Raúl Zaffaroni. ¿Qué implicancias tendrá este cambio institucional? ¿Cómo debería transcurrir dicho reemplazo? ¿Qué deberíamos o querríamos esperar de esta nueva etapa de la Corte Suprema?
Hoy los integrantes de la Corte Suprema son mayormente los jueces de la renovación, producto de la limpieza impulsada por Néstor Kirchner en 2003. Dicho proceso derivó en una conformación “mixta”, que incluyó una combinación de los sobrevivientes de la etapa alfonsinista (Enrique Petracchi y Fayt) y duhaldista (Juan Carlos Maqueda), más los por entonces recién llegados Lorenzetti, Elena Highton de Nolasco, Carmen Argibay y Zaffaroni. Si la Corte de Alfonsín fue la de la transición democrática, la de Kirchner fue la de la salida de la crisis. La salida de una crisis política, económica y social, pero también institucional. Los jueces designados por Kirchner tuvieron que lidiar con la pesada carga de reconstruir la legitimidad de un tribunal cuya reputación estaba por el piso. Las irregularidades de la Corte de los '90, la célebre Corte adicta, la habí- an llevado al más bajo nivel de popularidad en toda su historia.
Con sus fallos ?y mediante la cintura política de Ricardo Lorenzetti? el tribunal comenzó a ganarse el respeto de la sociedad y de los actores políticos y sociales. Esta fue una Corte Suprema moderada, que ejerció su poder con firmeza pero también con sabiduría, dosificándolo para evitar retrocesos. Mejoró la transparencia de un tribunal desprestigiado, implementó un sistema de audiencias públicas (que hoy usa a cuentagotas) y reguló la participación ciudadana por medio de los amicus curiae. Zanjó ásperas cuestiones económicas, como el corralito y la pesificación, protegió el medio ambiente y los derechos económicos, sociales y culturales. También defendió los derechos de las mujeres, con un memorable fallo en el caso “FAL”, y respaldó ampliamente la política de derechos humanos del Gobierno. Pero también se le retobó al kirchnerismo cuando declaró inconstitucional la “democratización” de la Justicia, entre otras sentencias contra el Gobierno. Y tuvo su pico máximo de cintura política con su fallo respaldando la constitucionalidad de la Ley de Medios, la madre de todas las batallas polí- ticas de este Gobierno.
Este resumen arbitrario y desprolijo sirve para poner de relieve el desafío que enfrentará la próxima integración de la Corte Suprema. La conformación actual ha hecho mucho y le ha redituado política e institucionalmente. No solo se consolidó en su rol de líder supremo del Poder Judicial, sino que recuperó la confianza de la sociedad y se convirtió en un refugio de institucionalidad.
La nueva Corte debería enfrentar ?aunque puede rehuirle? la principal deuda que tiene con la sociedad y con el sistema político: la lucha contra la corrupción. La ineficacia del Poder Judicial ha sido tal que, catalogarla como rotundo fracaso, sería un exceso de indulgencia. En más de tres décadas, el sistema de Justicia ha demostrado su total ineficacia en materia de anticorrupción. Los condenados por estos delitos se cuentan con los dedos de una mano. La Justicia Federal ha sido un escudo protector para el delito de cuello blanco en la Administración Pública. ¿Qué se podría hacer para remediarlo? Son muchas y sencillas las medidas que podría tomar la nueva Corte para demostrar su intención de revertir la situación. La primera es dejar que entre la luz. Abrir las ventanas. Hoy no es posible saber cuántas causas por corrupción están en trámite ante la Justicia, en qué estado están, ni cuáles son las causas de las demoras. Algunos sondeos sugieren que son más de 1.000, y otros dicen que supera ampliamente ese número. La creación de un registro público de casos de corrupción en el marco de una comisión especial u observatorio de los delitos contra la Administración Pública sería el puntapié ideal. Sólo conociendo en detalle la magnitud del fenó- meno se podrán tomar medidas para enfrentarlo. Hoy nos movemos en la oscuridad.
Por otra parte, los partidos políticos tendrán una gran responsabilidad en la selección de los nuevos integrantes de la Corte Suprema. Existiendo dos vacantes, todo hace pensar que habrá una negociación entre el FpV y los demás partidos. Gane quien ganare, el kirchnerismo será el protagonista de esta discusión. La duda es cómo procederá el resto. ¿Actuarán como bloque en las negociaciones o alguno se cortará solo? ¿Se repartirán figuritas, un estricto “uno tuyo por uno mío”, o llegarán antes a un consenso para proponer a los mejores y más idóneos? ¿Habrá control de calidad?
Sería deseable que se respete el espíritu del Decreto 222/03, que fija altos estándares de idoneidad y compromiso con los derechos humanos. En criollo, deberían evitar nombrar a sus operadores judiciales, a sus amigos de la Justicia Federal, o a militantes sin trayectoria ni calificación profesional. Los candidatos idóneos abundan. No hay excusas. Pero esto requiere de un pacto o compromiso político de nombrar a los mejores, lo cual sería un inusual gesto de cooperación política con miras a construir mayor institucionalidad.
La sociedad se merece que la nueva Corte sea tan respetable e intachable como la que impulsó Kirchner en 2003. Que sea una Corte idónea, la Corte del consenso, la Corte de los próximos diez o veinte años. Una que cuente con la legitimidad necesaria para actuar como árbitro de nuestro sistema político, que ayude a consolidar las reglas de juego, transparentar los procesos políticos, batallar contra la corrupción, y proteger los derechos fundamentales. La oportunidad está a la vuelta de la esquina y es vox populi que ya hay negociaciones en marcha. Lo que se sabe no es alentador, pero aún hay tiempo para revertir el curso de acción.