Por Patricio G. Talavera
El Gobierno de Temer está comenzando a urdirse, pero encuentra dificultades para crear desde ahora su base parlamentaria propia.
Con bastante probabilidad, Dilma esté ante sus últimas semanas como Presidenta de Brasil. Cómo símbolo de las falencias de Rousseff como referente política, la votación en la Cámara de Diputados de la propuesta de juicio político reflejó quién estaba con el músculo entrenado y quién no en materia de gimnasia parlamentaria. Los borradores oficialistas apuntaban 163 voluntades en contra de la apertura del proceso contra la presidenta. Eso implicaba una confesión implícita de que no se esperaba la derrota de la moción, sino una votación ajustada que desmoralizara aunque sea parcialmente la iniciativa de cara al Senado, la siguiente instancia de evaluación. El resultado demostró que 26 diputados que se contaban como propios desertaron bajo diversas formas. Los articuladores del bunker opositor liderados por el vicepresidente Michel Temer resultaron más eficientes en sus pronósticos: apenas un solo voto de los previstos resultó desviado de sus previsiones, logrando el favor de 367 diputados, 25 más de los requeridos.
Las debilidades de la acusación abrieron un nuevo debate sobre la naturaleza del juicio político. ¿Estamos ante un impeachment a toda regla, o ante una moción de censura al estilo parlamentario, disfrazada? Dicho mecanismo, no reconocido institucionalmente por la Constitución brasileña, se diferencia fundamentalmente del impeachment en que el mismo puede ser activado sin estar vinculado a la comisión de un delito. Sencillamente puede triunfar cuando el Gobierno fracasa en la construcción, mantenimiento y defensa de una mayoría parlamentaria que lo respalde. Como ha marcado Aníbal Pérez-Liñán, el proceso invita a rehacer el consenso en torno a la interpretación del juicio político, para adecuarlo, reformarlo y fortalecerlo.
Mientras tanto, Temer se abre paso, y ahora presionará fuertemente al pseudooficialista presidente del Senado, el alagoano Renán Calheiros, para acelerar la tramitación del proceso, el cual lleva a votar por mayoría absoluta la ratificación de la apertura del proceso, lo que determinaría la suspensión por 180 días de Dilma Rousseff, y su sustitución durante dicho lapso por Temer. Sin embargo, Calheiros (con el cual Temer guarda una relación fluctuante, por decir lo menos) ya ha declarado que no piensa acelerar los plazos. La relación de Calheiros con Lula tiene un gran historial: fue el PT el que dio cobertura al actual presidente del Senado en sus horas bajas allá por 2007. Ante ese escenario, el PT baraja tres opciones fundamentales: la primera, preparar el camino para lograr una minoría de bloqueo. El impeachment necesita 54 votos sobre 81. Si bien dicha estrategia fracasó en Diputados, el Senado brasileño es un ámbito diferenciado, y las ausencias pueden ayudar al oficialismo. El problema de esta opción es que las posibilidades materiales de ofrecer prebendas es limitada, dada la crisis fiscal del Estado brasileño. En otros momentos, como cuando en 1997 se trató la enmienda de reelección de Fernando Henrique Cardoso, o en 2005, cuando estalló el escándalo del “mensalão”, los recursos para sobornar particulares (en el primer caso) y seducir intereses regionales (en el segundo) se encontraban disponibles. Además, se encontraban articulados por líderes políticos flexibles, seductores y pragmáticos, a diferencia de Dilma, que ha hecho de la intemperancia personal su marca registrada. El defecto de esta estrategia es el de la “bala de plata”: o funciona, o todo termina. Sin plan B.
La segunda opción ofrece caminos alternativos, pero sin duda es más costosa no sólo para Dilma sino para el PT: la judicialización del proceso. Una catarata de apelaciones y el uso in extremis de todos los tiempos disponibles estiraría el proceso hasta octubre, en contraste con el tratamiento en noventa días que recibió veinticuatro años antes el juicio de Fernando Collor de Mello. Si bien esta opción cuenta con el atractivo de cohesionar a su base detrás de una consigna y una bandera, el potencial desgastante impactaría de lleno en el PT y en Lula, en momentos que las reservas políticas no sobran, llevando el clima de crispación al extremo, y al borde de unas elecciones municipales que se prevén dolorosas para el oficialismo. Una estrategia de desgaste resulta incierta en efectividad para conseguir aliados, y de hecho, podría ahuyentarlos, temerosos de las consecuencias electorales y sociales de una polarización extrema. Por último, podría impactar de manera irreversible en las posibilidades el expresidente para las elecciones presidenciales de 2018.
La última opción es la que más partidarios va sumando en estas últimos días: acompañar a Dilma hasta donde sea políticamente prudente hacerlo, y apenas destituida, reclamar adelantamiento de elecciones presidenciales. La destitución de Dilma es difícilmente evitable, por dos razones principales: la primera es que los senadores, por ser más calificados, profesional y políticamente, que los Diputados, son menos sensibles a presiones y prebendas. En segundo lugar, el PT apenas tiene 11 senadores sobre 81. Para la suspensión, se requieren 41 votos, número fácilmente alcanzable contando solamente a la oposición más radical al gobierno: PMDB, PSDB, el ultraconservador Demócratas y el centrista Partido Socialista Brasileiro. Si se aprueba la moción (todo indica que así será), el Senado la trata en plenario el día 10 u 11 de mayo. Hoy, el voto favorable al alejamiento de Dilma, como a su posterior destitución, cuenta con entre 55 y 60 votos favorables. Muchos menos que el de Collor de Mello en 1992, pero suficientes para invitar al PT a la cautela política. Queda un período donde se abrirán investigaciones y probablemente se convocará a testigos ante la Comisión Especial, donde Dilma no está obligada a comparecer personalmente. El dictamen final debe ser aprobado por mayoría absoluta, para luego ser trasladado a la Cámara, la cual debe fallar con la mayoría especial citada, en sesión presidida por el presidente del Supremo Tribunal Federal, Ricardo Lewandowski. Si Dilma es destituida, queda inelegible para cargos públicos por ocho años.
El Gobierno de Temer está comenzando a urdirse, pero encuentra dificultades para crear desde ahora su base parlamentaria propia. Mientras Cardoso defiende la idea de un ingreso de su partido (el PSDB) en un gobierno de Temer, la mayoría de sus dirigentes se resiste, al igual que los socialistas brasileños. Temer se vería así a merced de permanentes y desgastantes negociaciones con el denominado “centrão”: el Partido Popular, Partido Social Demócrata y Partido Da República. Por agradable que suene, la propuesta de reducir ministerios se tornaría en ese contexto poco viable. Temer no es Itamar Franco, y no hay un Plan Real a la vista que brinde oxígeno a un eventual Gobierno. El fantasma de la inestabilidad en Brasil vino para quedarse