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La política del cambio institucional en la esfera mediática del kirchnerismo

11 junio de 2013

(Columna de Philip Kitzberger, UTDT y CONICET)

Los cambios introducidos por el activismo mediático oficial posterior a 2008 son enormes. Su impacto de largo plazo es una cuestión aún abierta.

La etapa kirchnerista no tiene precedente en cuanto a la puesta en discusión del lugar de los medios en la política democrática, a los cambios legales e institucionales orientados a modificar las relaciones de poder en ese campo y al grado de protagonismo alcanzado por estos conflictos en la lucha política.

Las razones de esta novedad y sus alcances no se perciben correctamente decodificando el proceso como un mero conflicto entre las élites gubernamentales y mediáticas. Ciertos contextos estructurales han sido necesarios para su ocurrencia. Es un hecho común a los países de la región el estar viviendo el período democrático más prolongado desde la llegada de la política de masas, coincidente con la expansión territorial y cultural de los medios electrónicos, cuyo control en un clima de desregulación neoliberal ha promovido esquemas de propiedad muy concentrada.

Esta coexistencia de democracias ininterrumpidas con un mayor poder (al menos percibido) por parte de actores mediáticos concentrados en la organización de la opinión potencia conflictos que se movilizan políticamente. En estos escenarios, los gobiernos parecen estar entre las opciones polares de la acomodación o la confrontación con quienes dominan el campo mediático.

Pese a su inclinación genética de desafío al poder establecido, la experiencia kirchnerista no incluyó inicialmente a los medios entre los intereses confrontados. A partir de 2008, con el conflicto agrario, las iniciativas y acciones relativas al sector mediático, apoyadas en una apertura hacia un amplio movimiento que venía encabezando las demandas de reforma democrática, llegaron a la arena política.

Los cambios y novedades que resultaron de este activismo son enormes. Su impacto de largo plazo en términos de cambio institucional y en la calidad democrática de la esfera pública es una cuestión aún abierta.

La dimensión más evidente del cambio ha estado en las reformas del marco legal y de la nueva orientación normativa buscada por esas reformas. La Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual ocupa el lugar más relevante. La ley es un cambio de paradigma en la regulación del sector no sólo por la orientación de sus contenidos sino por su origen y el carácter participativo del proceso que desembocó en su sanción. Los marcos regulatorios anteriores fueron redactados en despachos a puertas cerradas.

Lo inédito de la Ley 26.522 es que se originó en un movimiento social y que el proceso de debate que le dio forma comportó el reconocimiento de un abanico de actores sociales no empresariales como interlocutores legítimos y necesarios en la regulación de un sector que no trafica una mercancía cualquiera sino los contenidos simbólicos de la esfera pública y cuya producción, distribución y accesibilidad son centrales en la vida democrática.

En cuanto al contenido normativo, la ley no sólo se destaca por los estrictos límites a la concentración en la propiedad de medios audiovisuales. Otros aspectos centrales son la reestructuración de las instituciones regulatorias en un sentido más plural y balanceado que en el régimen anterior, la protección y promoción de lógicas alternativas a la comercial y el establecimiento de cuotas de contenido que apuntan a limitar las tendencias a la economía de escala propias de un sector cuya mercancía casi no agrega costo a su multiplicación, lo que constituye una potencial amenaza a la diversidad.

Los cambios no se agotan en la LSCA. La derogación de la tipificación penal de los delitos de opinión en 2009 constituye otro claro avance. La regulación de la distribución de tiempo gratuito en los medios para los partidos, implementada en 2011 por la reforma política, ha demostrado cierto éxito en restar influencia a las asimetrías de recursos en la visibilización de las alternativas electorales.

Como señalan críticos respetables, en el plano de la reforma legal quedan déficit importantes: no se avanzó lo necesario en el acceso a la información pública ni en la asignación de publicidad oficial, entre otras cuestiones.

Más allá de la reforma legal, también tienen relevancia institucional el nuevo protagonismo del Estado como creador, operador y administrador de nuevos medios e infraestructuras comunicativas. La relegitimación en estos roles ha tenido por correlato el corrimiento hacia una relativa desmercantilización del campo mediático. La propia puesta en debate del lugar que ocupan los medios en el orden democrático es parte del cambio.

En ninguna etapa previa el rol de los medios fue tan politizado y discutido. Los ordenamientos normativos anteriores, por contraste, siempre surgieron silenciosamente como la sanción legal de relaciones de poder dadas de antemano.

¿Cuáles son las perspectivas en lo que atañe a la consolidación de estos cambios institucionales y su impacto en la política democrática? Dependerán, en gran medida, de cómo se despejen ciertos obstáculos constituidos por los posicionamientos tácticos de los protagonistas.

El Gobierno, con el mantenimiento de viejas prácticas y la asunción de ciertas decisiones y no-decisiones, aparentemente dictadas por los imperativos de la realpolitik en un contexto de polarización mediática, ha afectado la credibilidad de su propia vocación democratizadora ante sectores significativos de la opinión.

En sus acciones más criticables el Gobierno ha sido escasamente innovador. El uso de palancas estatales como recursos defensivos en la esfera pública responde a un repertorio conocido. Sólo que nunca antes estas mismas prácticas habían estado tan expuestas a la crítica. En ello, el Gobierno es víctima de su propio éxito como desnaturalizador del orden mediático.

La oposición mediática, corporativamente opuesta a la regulación, y la oposición política, secundándola, han apostado a la deslegitimación de la LSCA al reducirla, en el debate, al instrumento gubernamental de domesticar a los “medios independientes” . Vaciando foros y comisiones legislativas durante su discusión y judicializándola luego, la estrategia de los actores opositores no ha variado sustancialmente.

Sin una posición política autónoma frente a los intereses privados en esta cuestión, los partidos y dirigentes de la oposición, con excepciones, no han estado a la altura de la circunstancias. En lo inmediato, la decisión pendiente de la Corte Suprema en la resolución del caso Clarín tendrá impacto en la suerte del cambio normativo y en el desenlace de esta coyuntura crítica. Lo que está en juego es la aceptación de los límites a la concentración como dispositivo clave en la protección de la libertad de expresión. Asumir la necesidad de intervenciones positivas más exigentes que una mera legislación antimonopólica en la regulación del campo mediático parte de suponer que, dado el número naturalmente finito de voces audibles en una esfera pública, el control concentrado en la producción y distribución de mensajes genera asimetrías de poder que contrarían una efectiva libertad política.

La aceptación de la constitucionalidad de este principio legaría una orientación normativa ante las decisiones políticas constitutivas, preñadas de consecuencias para los intereses de los incumbents del sector, que requerirá el contexto inexorable de la digitalización convergente a futuros gobiernos.

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