“Yo nunca me metí en política, siempre fui peronista”.
Osvaldo Soriano, “No habrá más penas ni olvidos”
Alberto Angel Fenández sentenció el fin del peronismo. El alegato fue en el acto por el Día de la Militancia, que se hizo el 17 de noviembre, dos días después del novedoso oxímoron electoral que vivió el Gobierno: ganaron una derrota. El presidente, que no escatima ingenio en estos casos, lo dijo con más creatividad al revelar que “el triunfo no es vencer, sino el nunca darse por vencido”. Una forma locuaz de no admitir que el Frente de Todos tuvo una sangría de 5,1 millones de votos en dos años.
El equipo de campaña oficialista, de las PASO a las generales de noviembre, siguió las directrices del consultor español Antoní Gutiérrez Rubí. Parte de la estrategia comunicacional fue mostrarse con semblante victorioso la noche del 14 de noviembre, independientemente del resultado. Es cierto, el Gobierno recuperó votos en relación con las PASO. Sin embargo, la remontada parece trunca al ver la nueva configuración del Congreso. Sino, pregúntenle a la vicepresidenta, Cristina Elisabet Fernández de Kirchner, que ahora está menos preocupada por Rapanui que por cómo manejar la agenda del Senado sin quórum propio.
Pese al intento de mostrar una imagen triunfal y de hazaña, una lectura entre líneas del discurso que Fernández profirió el 17 de noviembre descubre un mea culpa respecto a la estrategia electoral: “Mi mayor aspiración es que en 2023, desde el último concejal hasta el presidente de la República lo elijan primero los compañeros del Frente de Todos”. Es decir, el Gobierno recurrirá a las PASO para dirimir las candidaturas ejecutivas en dos años. Y vaya si hay consenso en esa idea que, incluso antes de que el Presidente lo anuncie, desde el 13 de septiembre de este año ya había una larga lista de anotados para esa interna.
El propio Fernández fue artífice de la ruptura peronista en el 2017. Por aquellos años, como jefe de campaña de Florencio Randazzo, se cansó de pedirle la interna a CFK. La Presidenta se las negó, compitió sola como candidata a senadora Nacional de Buenos Aires, por fuera del sello del PJ, y perdió raspando contra Esteban Bullrich. En el 2019, la estrategia de Cristina generó un sacudón que pateó el tablero político. Esa estrategia y el bochorno económico del otrora presidente Mauricio Macri consumaron el triunfo del peronismo aglutinado. Empero, al poco tiempo de asumir el tándem de los Fernández, las rispideces emergieron lentamente.
Juntos por el Cambio, acaso el mejor parto del sistema de las PASO, preparó el terreno para hacer uso de la interna este año en la mayoría de los distritos. Pese a las heridas, halcones y palomas salieron airosos: La coalición opositora ganó en 13 provincias, le quitó el quórum al gobierno en la Cámara Alta y equilibró la relación de fuerzas en Diputados. De todos modos, JxC no está libre de tensiones. Todo lo contrario. La ventaja, quizás, es que desde el 2015, la oposición cambiemita define caciques mediante las PASO. En frente, el peronismo todavía no aprendió a usar la herramienta que diseñó para ganar elecciones.
La composición legislativa que asumirá el 10 de diciembre da cuenta de que el oficialismo equivocó su plan electoral. En el Senado, el Gobierno quedó con 35 legisladores (tenía 41 antes de las elecciones), contra 31 de JxC. Los siete restantes serán la clave para el quórum y el manejo de la agenda legislativa. En ese sentido, el gobernador cordobés, Juan Schiaretti, cuenta con una senadora de su riñón que le da un poder estratégico en esa Cámara. Habrá que ver si el “Gringo” quiere “ser parte de Argentina” o, bien, le conviene “parecer algo distinto”, como dijo el propio Fernández. En la Cámara Baja, el FdT tendrá 118 representantes (2 menos que antes) y JxC 116. Las 23 bancas restantes se las reparten la izquierda, los liberales y diputados que responden a espacios provinciales. Cuando vio los números, Sergio Tomás Massa, anotado en la lista de precandidatos para el 2023, se ajustó la corbata. Conserva la presidencia de Diputados, pero manejar la agenda parlamentaria no le será gratis.
A diez años de la implementación de las PASO, el Gobierno asumió que no haberlas usado fue un error. O al menos eso puede deducirse del discurso de Fernández. Es que la lección del último escrutinio arroja que el peronismo unido puede perder. Incluso en la provincia de Buenos Aires, su domicilio natal.
Desde el 2013, los discursos contra la grieta se volvieron un cliché. Lo curioso, es que esos planteos vacuos parecen desconocer que la política como tal tiene más que ver con el conflicto que con el consenso. El primero es inevitable para lograr lo segundo. A mediados de la modernidad, surgió la democracia como libre expresión del disenso. Mientras que antes pensar distinto se resolvía con sangre, ahora se dirime en las urnas. En ese sentido, las PASO son una forma de mejorar la democracia argentina: Fortalecen el sistema de partidos, ordenan la oferta electoral, seleccionan candidaturas abiertamente. La obligatoriedad, quizás, sea el punto de mayor discusión, porque esa característica tiende a generar una distribución de expectativas sin repartir poder. Nada que la ingeniería electoral comparada no pueda ajustar.
El fin del peronismo son las PASO. No es esta una interpretación, sino una expresión de deseo por parte de Alberto Fernández: el presidente de la Nación y del Partido Justicialista. Más aún, esa idea se publicitó con anuencia del Instituto Patria: léase, con la venia de la persona más poderosa entre los peronistas.
Sólo un necio podría concluir que por perder unas legislativas el peronismo, necesariamente, perderá el gobierno. El objetivo para evitar eso será una gran interna. Al fin de cuentas, “para un peronista no hay nada mejor que otro peronista”. ¿Pero qué es el peronismo? La discusión está abierta. En dos años se sabrá si se pusieron de acuerdo con la respuesta.
PD: El uso de la palabra “fin” en este artículo es exclusivamente teleológico.