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Las trampas del nacionalismo retórico

30 junio de 2011

(Artículo publicado en la edición nº34)

Varias lecciones nos sigue dando la guerra de Malvinas, tanto en política externa como interna.

La Argentina atravesó de manera intrascendente los 29 años de la derrota en la guerra de las Malvinas cumplidos este año, lo cual no fue algo necesariamente malo a la luz de los modos en que solemos trascender ?cuando queremos sorprender- en nuestra política exterior; excepción hecha ?por cierto? al reconocimiento que hemos logrado en materia de juzgamiento de los crímenes de la última dictadura.

Este año, las únicas “novedades” fueron la reiteración del reclamo ante Ban Ki-moon, de paso por Buenos Aires; la ciudadanía argentina otorgada al kelper James Peck y el cruce de declaraciones altisonantes protagonizado por el primer ministro David Cameron y la presidenta Cristina Kirchner.

En una nueva escalada verbal de la disputa entre Buenos Aires y Londres, Cameron había rechazado en su mensaje en el Parlamento la posibilidad de dialogar por la soberanía de las islas del Atlántico Sur: “Mientras las islas Falkland quieran ser

territorio soberano británico, deben seguir siendo territorio soberano británico. Punto final de la historia”.

La réplica de la Presidenta llegó desde Misiones, considerando que la declaración del premier británico fue “un gesto de mediocridad y casi de estupidez” y calificando al Reino Unido como una “burda potencia colonial en decadencia”. Con un oportuno remate: “Los argentinos nunca creímos en los puntos finales de los derechos humanos ni de los derechos soberanos de nuestras islas Malvinas”.

A primer vista, el cruce reafirmó los intereses, argumentos y posiciones que ambos países vienen sosteniendo ?la integridad soberana de los Estados en el caso argentino, el derecho a la autodeterminación de los malvinenses, en el caso británico?; es decir, no hizo más que mantener y reforzar el statu quo existente, que obliga a cada gobernante argentino y británico a blindarse ante la inexistencia de negociaciones y que permite, además, ejercitar periódicas muestras de nacionalismo retórico para sacar beneficio político sin costos mayores.

Pero siempre hay razones ocultas que activan estos movimientos en los que muchas veces los antagonistas actúan especularmente y en consonancia; es decir, en acuerdo tácito de mutua conveniencia y provecho recíproco. La nueva embestida se dio luego de que la Argentina recibiera apoyo unánime en la OEA, incluido el voto de los Estados Unidos para respaldar el reclamo soberano desde el organismo internacional, y del Comité de Descolonización de la ONU, como ocurre todos los años.

Tuvieron eco también en Buenos Aires comentarios del ex jefe de las fuerzas navales británicas durante el conflicto almirante John Woodward, publicados en el Daily Telegraph en el sentido de que Gran Bretaña no podría hacer nada actualmente para prevenir que la Argentina recupere las islas, por los recortes en los gastos militares y el escaso interés de los EE.UU. en sostener la posición británica.

La pregunta que cabe es cuánto es posible hacer, dentro de estos acotados ?o amplios, según se quiera? márgenes que permite la ausencia completa de canales de negociación, para construir capital soberano aunque más no sea en términos de soft

power. Una manera de responder es que hay victorias que se transforman en derrotas y derrotas que nos vuelven victoriosos cuando las asumimos como tales.

Esto es, cuando podemos extraer de ellas las enseñanzas que nos permiten crecer y no repetir los errores que nos llevaron a chocarnos contra la realidad de las políticas de fuerza. El 2 de abril del '82 instaló la ilusión de una victoria que se convirtió en otra estocada más a nuestra soberanía externa e interna. El 14 de junio de ese año fue una amarga y trágica derrota que, sin embargo, permitió abrirnos paso hacia la recuperación de la soberanía popular que había sido arrebatada por quienes nos llevaron a aquella pesadilla.

Las enseñanzas que dejó la guerra de las Malvinas fueron claras para quienes quisieran verlas sin velos encubridores: fue la mayor prueba de la incidencia funesta que puede tener un tipo de régimen autoritario como amenaza a la paz y a la vida, las perniciosas consecuencias del abuso de las diplomacias paralelas en la política exterior argentina, y los agudos problemas de percepción de la élite del poder que mandaba en el país acerca de cuál podía y debía ser la inserción más adecuada de la Argentina en el contexto internacional.

Asimismo nos mostró la relevancia que tuvo un sistema de creencias fraguado en la sobrevaloración de la amenaza externa y las disputas internas por el control de los resortes del gobierno y la representación del interés nacional, en el modo en que sus

dirigentes más connotados enfrentaron los desafíos externos e internos más importantes. Algunos de aquellos reflejos reactivos y deformaciones siguen presentes hasta nuestros días.

A los más de 600 soldados caídos en esa guerra, a aquellos héroes de Malvinas que ofrendaron sus vidas por una patria que asumiera la soberanía no sólo como posesión de un pedazo de territorio sino también y sobre todo como tierra de derechos, les debemos la posibilidad de recuperar la democracia en 1983. Casi 30 años después la posibilidad de recuperar alguna vez las islas sigue lejana.

Pero sabemos cuál es el camino que nunca debimos haber abandonado para la reivindicación de nuestros derechos, adentro y afuera. Calibrar bien nuestras reales capacidades y debilidades es el primer paso para evitar construir fortalezas con pies de barro o basadas en el orgullo y el voluntarismo, que sabemos dónde terminan.

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