(Columna de Ignacio Ramírez, director de Ibarómetro)
El kirchnerismo es una nueva identidad política y una contraseña cultural de un sector amplio de la sociedad. ¿Fin de ciclo? No tan rápido.
Al aproximarse cualquier escenario electoral presidencial surgen dos categorías fetiche, detrás de las cuales corremos todos buscando la clave del futuro: cambio vs. continuidad. El caso es que las caracterizaciones globales (“los argentinos quieren un cambio”) pasan por alto que los deseos están segmentados. Expresado de una manera más académica: no todos quieren lo mismo. En cualquier caso, en este artículo nos ocuparemos del objeto en disputa por estas dos pulsiones encontradas; nos ocuparemos del kirchnerismo.
Conocido el resultado de las elecciones del 2011 muchos analistas transitaron la interpretación del voto económico, según la cual la extendida adhesión electoral conseguida por el oficialismo se explicaba por el crecimiento económico, que “derramaba” sobre las urnas. Desde esa perspectiva, se contempla ahora con perplejidad, como si fuera un rayo en un cielo estrellado, que el Gobierno Nacional sostenga buenos niveles de aprobación y que la Presidenta suscite una importante imagen positiva cuando el entorno económico ya no resulta tan amigable.
Lo que la tesis del voto económico ignoraba es que el kirchnerismo ha conseguido establecer una densa relación con un sector de la sociedad, menos intermitente que los cambiantes climas coyunturales. Dicha relación comporta un vínculo afectivo, un contrato ideológico y un lazo psicológico. No todo voto se disuelve en el aire.
Veamos: El vínculo afectivo alude al capital sentimental que se pone en juego en el coraje atribuido al tipo de liderazgo que encarna Cristina Fernández de Kirchner y en la memoria emocional que envuelve a la figura de Néstor Kirchner. Es decir, hay una gestualidad y épica kirchneristas profundamente sentimentales, ancladas en la unidad semántica entre reparación y lucha. Por su parte, el contrato ideológico concierne a una serie de intersecciones conceptuales, programáticas, que se ponen en juego en la adhesión al oficialismo.
Entre los aprobadores del Gobierno Nacional, existe una suerte de consenso ideológico estructurado en una serie de valores compartidos: una amplia mayoría se pronuncia en favor de la intervención del Estado, reivindica el rol de lo público y entiende que los desafíos de la democracia argentina pasan por dotarla de mayores grados de igualdad. Esta matriz ideológica explica en buena medida la evaluación positiva del Gobierno, entre quienes le reconocen medidas y ejes discursivos compatibles con sus deseos y preferencias. Las más destacadas en cualquier grupo focal, o sobremesa en casa de un cuñado, son la estatización de las AFJP, Aerolíneas Argentinas e YPF, las medidas de inclusión sociolaboral y la política de derechos humanos. Es decir, aunque para muchos analistas la idea de “programa” sea ajena al folklore kirchnerista, lo cierto es que aquellos que apoyan al Gobierno describen, sin ponerlo en esos términos, una suerte de rumbo, hoja de ruta o programa que desean preservar.
Por último, existe un aspecto que suele ser soslayado y que resulta central para explicar, por ejemplo, por qué tras once años de Gobierno y con una renovación presidencial obligatoria nadie habla de “gobierno débil” o de pato rengo. Me refiero al “lazo psicológico” no escrito por el cual el oficialismo le “promete” a la sociedad “nosotros no chocamos barcos” o “a nosotros no nos llevan puesto”. Las encuestas revelan que uno de los aspectos más valorados por la sociedad reside en la firmeza que le atribuye al kirchnerismo. Dicha valoración metaboliza experiencias políticas y aprendizajes de la sociedad argentina. Esta dimensión, por la cual “no hay lugar para los débiles” , gravitará con fuerza sobre el comportamiento electoral el año que viene.
En las últimas semanas se han conocido distintas encuestas que reflejan que la aprobación al Gobierno Nacional ha venido oscilando alrededor del 45%, lo cual podría bosquejar la imagen de una sociedad empatada políticamente. Podríamos aceptar esa conceptualización, pero introduciendo la noción de “empate asimétrico” ya que el vínculo descripto entre el kirchnerismo y su electorado no ha sido “empatado” por un lazo equivalente de la oferta opositora con el electorado opositor. Al respecto, existe un dato de mucha estabilidad que ilustra con elocuencia el escenario político de los últimos años: al consultarle a la opinión pública sobre cuál es el actor o institución que le inspira mayor confianza los resultados están segmentados en forma muy pronunciada: entre la “mitad oficialista” el Gobierno Nacional rankea, lejos, en primer lugar. En la “mitad opositora” el ranking de confianza es encabezado por el?“Ninguno” , luego aparecen los medios, después la Iglesia y muy por debajo emergen los “dirigentes de la oposición” . El nihilismo recorre el ánimo político del electorado por el que competirán el PRO, el Frente Renovador y el FAUnen.
Lo que hemos llamado ?invocando a Max Weber? “no todo es pan y manteca” constituye el principal activo del kirchnerismo; en función del cual ha fidelizado un significativo volumen de acompañamiento electoral, que le proyecta una competitividad mayor de la que se presuponía hace algún tiempo; cuando era un hit el “fin de ciclo” . Vale la pena insistir sobre este punto: el kirchnerismo es más que la suma de políticas públicas; es una nueva identidad política y/o una contraseña cultural de un sector significativo de la sociedad argentina. Este nuevo fenómeno sociológico se desconoce cuando se piensa que, eventualmente, fuera del Gobierno dicha identificación se disolvería ya que ha sido una ilusión sostenida sobre los anabólicos del poder.
De cualquier manera, el oficialismo tiene delicados desafíos por delante en su aspiración de darle continuidad al proceso político en curso. En primer lugar, deberá revertir las inquietudes económicas que impregnan la opinión pública, ya que si bien “no todo es pan y manteca” tampoco funciona el “contigo pan y cebolla” . En segundo lugar, deberá relanzar el sentido de su proyecto hacia el futuro; interpelando un voto que no sea bilardista sino un voto cuyo combustible motivacional gire en torno a una renovada agenda de cambios y correcciones pendientes, enmarcadas dentro del “programa” detallado más arriba.
Por último, el kirchnerismo enfrenta el “desafío chileno” , referido a la dificultad de transferir la popularidad de Cristina hacia aquel dirigente que se convierta en candidato. Tiene mejores perspectivas para hacerlo, porque distintos estudios sobre el sisma electoral chileno del 2009 mostraron que la alta popularidad del Michelle Bachelet descansaba únicamente sobre sus cualidades personales pero convivía con un extendido desencanto con la Concertación. Es decir, existía el lazo emocional individualizado pero desprovisto del contrato ideológico.
Volviendo sobre el fetiche, las pulsiones de cambio y continuidad se mezclan y resultan categorías poco precisas. Más que cambio versus continuidad, los desafíos parecerian estar segmentados: para la oposición el desafío consistirá en mostrar “cambio con estabilidad” y para el oficialismo, “continuidad con superación”. El camino recién empieza.