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Periodismo militante y amarillo

23 julio de 2015

Para ciertos sectores, el FpV encarnó todo lo que estaba mal. Esos sectores ahora se pelean por emularlo.

En la tuitosfera argentina, “murga delirante” es la forma cariñosa con que Sebastián Katz se refiere al kirchnerismo. El sambódromo de ese grupo político se domicilia en 678 y Tiempo Argentino. Ahí se disfrazan de periodistas y despliegan intrépidas volteretas los más variados personajes. Periodismo militante, lo llaman con orgullo unos y con desprecio otros. El rey momo es Víctor Hugo.

Pero entre la primera y la segunda vuelta electoral en la ciudad de Buenos Aires la murga informativa cambió de canal. Sus bastoneros fueron Joaquín Morales Solá y Marcelo Longobardi, que desfilaron disfrazados de periodistas independientes en caravanas que salían ululando desde los medios republicanos. Hubo también porristas y batuqueros de variada calaña, todos con un único objetivo: bajar el balotaje para proteger la candidatura presidencial de Mauricio Macri. Durante dos semanas el círculo rojo se vistió de amarillo, y el periodismo argentino también.

Los argumentos para que Martín Lousteau hiciera la gran Menem fueron variados. El principal: que la elección era ilevantable. Con datos provenientes de un amigo chileno y un tachero beodo, Morales Solá sentenciaba que nunca en la historia de la galaxia se había revertido un resultado tan desparejo. No es preciso ser historiador o europeo para saber que en Portugal y Lituania se habían producido reversiones de esa magnitud: bastaba googlear. También habría alcanzado un atisbo de pluralismo de fuentes: Mario Wainfeld, uno de los los periodistas decentes de Página 12, venía publicando ese dato desde 2007. En Uruguay, el politólogo Daniel Chasquetti mostraba con evidencia histórica que existía 2% de chances para Lousteau: poco para el rulo, pero no nulo. Y desde la orilla occidental, Ignacio Labaqui agregaba que las reversiones abruptas son más frecuentes en elecciones subnacionales. La suerte no estaba echada.

El segundo argumento para que Lousteau incumpliera con la constitución porteña era un clásico: votar es caro. Organizar la segunda vuelta implicaba un costo económico injustificable. Una que sepamos todos, aplaudiría Videla con las urnas bien guardadas. El cantito fue acompañado por un coro de medios republicanos. Cuando votábamos cada diez años ahorrábamos un montón. La república de algunos a veces desafina.

El tercer argumento era honesto: dos semanas más de campaña en la Capital distraerían a Macri de la elección nacional, y un segundo debate de Larreta con Lousteau podría generar nuevas dudas sobre la eficiencia de la administración porteña. El objetivo de levantar el balotaje, entonces, era proteger a quien aparecía como el principal candidato para derrotar al kirchnerismo. El problema del honesto alineamiento partidario es su inconsistencia con la independencia del periodismo: no se puede consumar el casamiento y mantener la virginidad al mismo tiempo. Las vestales periodísticas argentinas salen de este proceso divorciadas de la ética y violadas por la realidad.

Y todo para nada: al final, en su amarga noche de victoria, Macri prometió cuatro años más de kirchnerismo con buenos modales. No es poco: a veces la prepotencia de los K es más insoportable que su enriquecimiento masivo. Después de todo, la riqueza familiar no proviene de esta década sino de otra, la de la gloriosa 1050.

Los líderes de Cambiemos deberán explicar ahora qué es lo que quieren cambiar. Si la propuesta se limita a dejar 678 en manos estatales pero bien administrado, no les faltarán periodistas dispuestos a alquilar su honor en la primera o la segunda vuelta. Así, la murga delirante sólo cambiará de color para que Argentina siga siendo un carnaval.

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