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Política y relatos

05 enero de 2013

(Columna de Nicolás Tereschuk)

Las apelaciones a la sociedad sobre los objetivos y los motivos de las decisiones son inescindibles de la acción política.

Analistas y dirigentes opositores que no siempre se visualizan a sí mismos como de centroderecha suelen encarar dos tipos de críticas al Gobierno Nacional en una lógica que se acentuó du rante 2012. Una de ellas apunta a vincular al Gobierno con un tipo de accionar político en sí perverso o condenable moralmente. Detrás de cualquier iniciativa considerada “loable” o “progresista” habrá objetivos ocultos o inconfesables. La gestión de Cristina Fernández no sería, en este sentido, digna de crédito.

Así, la Ley de Medios se realiza en base a valores “positivos”, como la reducción de posiciones dominantes en el mercado de la comunicación, pero la verdadera intención sería construir una especie de dictadura comunicacional. La otra vertiente de crítica es la de la mala praxis. Es decir, el Gobierno idea o aplica una estrategia tan sólo por ignorancia o ineptitud. De esta manera, por ejemplo, la intervención sobre el mercado de cambios o las restricciones a las importaciones constituyen “mala praxis económica”, antes que una medida de avance del Estado sobre un espacio antes regulado por el mercado con la que el crítico no está ideológicamente de acuerdo.

Esto se condimenta con críticas al llamado relato. Desde esta mirada, el Gobierno le plantea a la sociedad una ficción. Nada llega ni de cerca a ser verdad. Ni su descripción del pasado, ni las consideraciones que la gestión de Cristina Fernández hace sobre los sectores a los que se enfrenta políticamente ni el sentido con que busca presentar sus políticas a la sociedad. En conjunto, las críticas suelen dar la imagen de una situación que no ocurre en ningún lugar del mundo, que ningún político ni ningún Gobierno desarrolla o ha desarrollado las estrategias, planteos o modos en que encara su acción la gestión de Cristina Kirchner.

La ensayista Beatriz Sarlo optó por mezclar y condensar de alguna manera esas opciones, al considerar en una reciente nota de opinión, por un lado, que “si por relato se quiere decir que Cristina Fernández ha cambiado su propia historia personal, acercándose cada vez más al pasado que hoy le habría gustado vivir, en efecto, allí hay un relato embellecedor”. De todos modos, evaluó a la vez que existe una estructura ideológica en los planteos del oficialismo y que “un rasgo típicamente kirchnerista es la organización de los hechos según un esquema vertical de amigo-enemigo, en el cual el mal está definitivamente de un lado y el bien, el valor y la virtud, del otro”.

Es interesante tomar distancias de estas miradas y desempolvar un libro referido a otras latitudes y otras realidades pero que habla, en definitiva, de política. Al menos de una parte de lo que significa hacer política. Se trata de “The Agenda”, donde el premiado periodista Bob Woodward en 1994 relata los primeros años de la gestión de Bill Clinton y sus decisiones en política económica. Allí se describen los debates que cruzaron a la administración de Clinton sobre cómo salir del pantano económico y político en que una mayoría de los norteamericanos sentían que se encontraba el país tras las gestiones de Ronald Reagan y George Bush.

Sin embargo, lo que realmente sobresale del texto son algunos pasajes en los que se ve a Hillary Clinton desplegar ante otros nuevos ocupantes de la Casa Blanca su visión de cómo hacer política. Woodward relata un retiro espiritual de todo el gabinete en Camp David antes de asumir. Allí, en contra de la tradición demócrata, el debate principal reside en cómo reducir el déficit para lograr seducir al “mercado de bonos” de Wall Street y bajar las tasas de largo plazo. Eso es lo que se decide hacer y hay discusiones sobre cómo hacerlo. Cuenta el libro que en ese momento, la esposa de Clinton toma la palabra y realiza una serie de advertencias.

“La administración debía comunicarle a la gente que el país emprendía un viaje, un largo viaje con marcas en el camino para indicar el avance”, explica Woodward. Además, le relata al gabinete lo que les había pasado a Clinton en su gestión en el Estado de Arkansas. En el primer período, señala que “se convirtió en el mimado de la prensa liberal, reformista” pero “no comunicó una visión ni describió el viaje que pensaba emprender”.

Entonces, cuando compitió por la reelección, perdió. Volvió cuatro años más tarde, para cuando “tenía preparado un argumento sencillo, con personajes, con un objetivo, con un comienzo, un desarrollo y un final”. “Entonces, ella les dijo que hablaran de un largo viaje. Ellos se habían dado cuenta de la necesidad de un argumento completo, con buenos y malos”, indica el autor. Hillary explica que cuando el gobernador compitió por su reelección una vez más “se aseguraron de que Clinton les contara una historia a los votantes y no que recitara un discurso para los políticos”. Y luego señaló que “había que vender la historia completa, antes de comenzar con los detalles”.

“No podían quedarse enredados hablando del mercado de bonos y de las cifras de reducción del déficit. Esas eran solamente las herramientas. No eran la visión, no eran el viaje”. Hillary es nombrada entonces al frente de una comisión para definir la reforma del sistema de salud. Woodward relata cómo la primera dama encabezó encuentros con expertos, encargó rigurosos estudios y analizó diversas alternativas para avanzar en una reforma que fuera más progresista. Sin embargo, al mismo tiempo, “al igual que con el plan económico, le dijo a su gente que tenían que encontrar una historia para contar, con héroes y villanos”, destaca Woodward. “Ella quería encontrar más villanos y hasta decidió atacar a las compañías de seguro”, recuerda.

En otro pasaje del libro, con la administración muy desorientada y desorganizada en medio de una disputa con el Congreso por la aprobación del plan económico, el consultor James Carville alza su voz en una reunión con el gabinete y advierte: “Hay que trazar una línea en la arena. Lo que tenemos que hacer con este plan es comenzar a decir que es el mejor. Que es lo mejor para la economía. Y si uno está en contra del plan, está en contra de la economía. Tenemos que creer en esto. Desapareceremos si no lo exponemos con claridad, y no quiero escuchar a nadie diciendo que le gusta, pero le hubiera gustado tener algo distinto. Esto es lo mejor”.

“James tiene razón”, se escuchó decir entonces con firmeza a Hillary Clinton.

Apenas algunas muestras, algunas escenas de que los gobiernos en funciones, aquí y allá, en distintas culturas políticas, se encuentran ante disyuntivas reales en momentos concretos y que una forma posible de actuar es expresarle a la sociedad planteos claros, que puedan servirles para sostener y defender un poder que se les ha conferido por medio del voto popular, en medio de tensiones con intereses económicos, políticos, institucionales.

De alguna manera, y para dejar planteados algunos ejes de discusión: no todo es “relato”, pero sin una expresión y apelación a la sociedad del “viaje”, de ese ir “desde un lugar a otro” del que hablaba Hillary, ¿es posible hablar de política? ¿No apelan todos los gobiernos a una descripción de un pasado que es necesario dejar atrás y de un futuro al cual dirigirse? ¿No hay allí evaluaciones sobre responsabilidades del pasado y planteos a futuro? A su vez, no todo es “ideología”, ¿pero intentar borrarla del debate político como si no existiera, pensar que todas son opciones “técnicas” y que sólo hay que elegir entre la más “adecuada” es un planteo que se condice con la realidad de la política y con la forma en que los líderes políticos se presentan a la sociedad para pedirle su apoyo?

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