(Columna de M. Victoria Murillo)
A diferencia de la mayoría de los populismos, el de Trump no es mayoritario, no tiene el apoyo de los votantes más pobres y está asociado a políticas sociales regresivas.
En su discurso inaugural como presidente, Donald Trump anunció que la suya no era “una transición entre administraciones de dos partidos diferentes sino la transferencia de poder desde Washington al pueblo” porque “los hombres y mujeres ignorados (por el establishment político), nunca más serán olvidados”. Si bien es sencillo reconocer el populismo en su discurso, es importante distinguir su idiosincrasia.
Los populismos latinoamericanos recientes se construyeron sobre un apoyo electoral mayoritario que comprendía a los sectores más vulnerables y por ello proclamaban políticas sociales de mayor inclusión. El populismo de Trump no es mayoritario, no tiene el apoyo de los votantes más pobres, y está asociado a políticas sociales regresivas. Ambas variantes, sin embargo, asimilan un estilo político basado en la conexión directa del/la líder con el pueblo y su enfrentamiento con el “establishment”. También en ambos casos los populismos surgen como reacción al descontento con los partidos políticos tradicionales. El descontento con el sistema político norteamericano (y su captura por las elites económicas) resultó en la emergencia de candidatos populistas no solo en el Partido Republicano (Donald Trump) sino también en el Partido Demócrata donde Bernie Sanders dio una dura batalla por la nominación presidencial. La denuncia de Wall Street, la nostalgia de un pasado industrial, la crítica a los políticos alejados de los votantes, fueron moneda corriente durante la campaña electoral del año pasado.
A diferencia de otros 'outsiders' populistas que crean sus propios partidos para reemplazar a los tradicionales, Trump se incorpora a uno de ellos, el Partido Republicano. En consecuencia, el Partido Republicano no es su vehículo sino que tiene una relación oportunista con él. Si bien esta relación podría recordar al kirchnerismo y su asociación con el peronismo, la diferencia es que Trump no tiene trayectoria política, ni ganó con el apoyo de la elite republicana (recordemos que en Argentina fue el entonces presidente Eduardo Duhalde quien ungió a Néstor Kirchner como candidato). Trump es un verdadero 'outsider', un famoso o celebrity de un reality show televisivo que supo vender su experiencia inmobiliaria como 'marca.' Trump se impone a la elite republicana y a los donantes del partido, que son claves para la viabilidad electoral en Estados Unidos. Su campaña es populista no solo en el mensaje, sino también en su bajo costo y la movilización de base. Trump se comunicaba directamente con los votantes en innumerables actos y tweets además de beneficiarse de la gran cobertura mediática que generan sus numerosos escándalos, los que además de visibilidad gratuita le dan un aire no político y lo hacen más confiable para una base electoral cansada de los políticos tradicionales.
La inesperada victoria presidencial despertó al Partido Republicano, que se acercó a Trump gracias al vicepresidente Mike Pence y a nombramientos ministeriales que incluían ex gobernadores republicanos y en los que los neófitos de la política tendían a ser billonarios vinculados a Wall Street. Sin embargo, el partido está cauteloso frente a su propia incapacidad de predecir las decisiones de Trump y a nombramientos como el de Stephen Bannon, el ideólogo de la insurgencia populista de Trump y de sus ataques a la burocracia estatal, como principal asesor del presidente. De ahora en más será clave la relación entre el presidente y un partido que alberga no sólo a políticos tradicionales, preocupados principalmente por su re-elección, sino a sectores radicales acostumbrados a ser oposición. El 64% de los legisladores republicanos llegaron al Congreso con Barack Obama como presidente y les está siendo difícil negociar la eliminación o reducción de los subsidios para seguros de salud que fue la principal bandera de la campaña electoral pero puede afectar negativamente a muchos votantes de Trump.
Los horizontes temporales del presidente son diferentes a los del partido, que pretende sobrevivir no solamente a Trump sino también al populismo momentáneo de la sociedad norteamericana. En esta tensión es importante recordar que Trump no tuvo un apoyo electoral mayoritario en noviembre cuando perdió el voto popular y ganó en el colegio electoral que desfavorece a los Estados más poblados, y tampoco tiene un apoyo mayoritario ahora en las encuestas. Si Trump quisiera construir un apoyo mayoritario, característico de otras experiencias populistas, debería ampliar su base electoral (solo el 55% de los votantes ejerció su derecho en noviembre). Sin embargo, la estrategia electoral republicana se basa en reducir la competencia haciendo el voto más difícil para potenciales votantes demócratas (más pobres, más urbanos, menos blancos) a través de regulaciones electorales, reducciones en el número de mesas electorales urbanas, manipulación de la delimitación de los distritos electorales, etc. Es decir, el Partido Republicano no tiene incentivos de generar una movilización populista que aumente el caudal electoral sino de restringirlo. En esas circunstancias, el interés en complacer a la base electoral fiel y propia más que a la mayoría de los votantes puede representar una variante del populismo al estilo norteamericano.