Por Enrique Zuleta Puceiro
Buena parte de los debates que apasionaron a juristas y políticos durante las transiciones democráticas de los primeros años de la década del ´80 y que cristalizaron en muchas de las reformas constitucionales de la época -incluida la Argentina de 1994- giraron en torno a la necesidad de proteger a democracias frágiles y vulnerables de los riesgos de involuciones autoritarias y de una recentralización autoritaria. Uno de los núcleos fue la crítica del hiperpresidencialismo. Es decir, de la tendencia hipertrófica de los ejecutivos, que ya se adivinaba detrás de la crisis entonces incipiente de los partidos tradicionales, la erosión de la cultura republicana y, sobre todo, de la propia emergencia de liderazgos por completo diferentes a los conocidos.
Si bien los nuevos líderes estaban muy lejos de reencarnar el perfil casi mesiánico de los liderazgos fundamentalistas de la tradición centralista iberoamericano - baste pensar en tipos humanos como Alfonsín, Caldera, Turbay, Sanguinetti o Tancredo Neves, tan diferentes a los de Perón, Vargas o Haya de la Torre- , se imponía una actitud de cautela frente a nuevas personalidades que rompían los cauces tradicionales de los partidos, a impulsos de una “nueva política” del tipo de la impulsada por las grandes campañas americanas y europeas.
Este fue el enfoque que, en Argentina, inspiró el Pacto de Olivos, nacido de la intuición de Raul Alfonsín de que el menemismo era mucho más que una simple metamorfosis del peronismo. Detrás de la pretensión de reeleccionista de Carlos Menem ? convenció Alfonsín a sus correligionarios- operaban fuerzas oscuras, interesadas en blindar una hegemonía ideológica que conspiraba contra la continuidad de los cambios en marcha. De allí que la mayor parte de las propuestas institucionales del Pacto se fundaron en argumentos similares. Había que institucionalizar el protagonismo de los partidos y de la democracia -ni siquiera mencionada en la Constitución republicana de 1853-. Proteger así al pluralismo, garantizar una competencia moderada, a través de una cohabitación pactada entre las dos grandes fuerzas mayoritarias. Disciplinar así las tendencias hacia la fragmentación, la ideologización de los extremos.
Los modelos entonces más estudiados por los constituyentes fueron los de las experiencias de entreguerras, en democracias sitiadas y finalmente abortadas como habían sido las de Austria, Alemania o Portugal. La mayor influencia de la época, el politólogo español y catedrático de Yale, Juan Linz publico junto a Alfred Stepan una obra colectiva sobre The breakdown of democratic regimes que sigue siendo hasta hoy casi una biblia para cientistas políticos.
Era algo natural, teniendo en cuenta la recurrencia del ciclo autoritario. Baste pensar que, en los tres años posteriores a la depresión de 1929, 17 gobiernos en 12 países latinoamericanos habían sido derribados por la fuerza. Hacia los años ´80, todos los países, excepto Costa Rica, Colombia y Venezuela-, se hallaban sometidos a regímenes autoritarios, militares y civiles. A ese cálculo había que adicionar medio siglo intermedio de “cesarismos democráticos” y una secuela cultural profunda, de culto al caudillaje y admiración acrítica de los constitucionalistas al modelo del presidencialismo norteamericano.
A casi cuarenta años de aquella transición y luego de más de veinte años de reformas constitucionales en todos los países del continente, aquellos argumentos exigen hoy por hoy una relectura urgente.
No solo a la vista de transformaciones políticas y sociales extraordinarias como las experimentadas por los sistemas democráticos en la región y en el mundo entero, sino sobre todo a la luz de la extraña trayectoria protagonizada por la institución, desde las presidencias casi épicas a las transiciones de los ´80 hasta los presidentes casi sitiados por la política y siempre al borde del impeachment de la sociedad de nuestros días.
El problema es el de que, bajo circunstancias cada vez más excepcionales, esa trayectoria parecería ms bien exactamente a la esperada. De alguna manera, parecería reflejar más bien la de un extraño boomerang, que hoy corre el riesgo de precipitarse, pesadamente, en un sentido exactamente contrario al de su impulso inicial.
La analogía con la difícil y extraña mecánica de un boomerang tiene su sentido. Como un boomerang, el presidencialismo ha evolucionado en función de una interacción altamente compleja de fuerzas encontradas. Hubo por un lado una fuerza inicial representada por la promesa de un poder enérgico capaz de arbitrar y devolver a la democracia un sentido de progreso. Hubo tambien, por otro, una fuerza de gravedad que lo mantuvo por años en condiciones de volar aunque anclado en una cultura política que combina, en proporciones diversas según los países, la tradición del centralismo político con la decisión de los regímenes autoritarios de imponer la herencia forzada de sistemas electorales bipartidistas. La fuerza de giro -clave es ese giróscopo que es todo boomerang- estuvo a su vez representada por la amalgama entre la revolución de expectativas crecientes y una nueva escala de valores y demandas radicalmente nuevas. Hubo, al mismo tiempo, tambien una fuerza de sustentación representada por la disposición de la política profesional hacia acuerdos políticos sobre cuestiones de Estado, del tipo de las Moncloa, pactos de Puntos Fijo u Olivos, basados en un propósito compartido de supervivencia. La idea de “que nadie quede a la intemperie” era una imagen recurrente en los conciliábulos preparatorios del Núcleo de Coincidencias Básicas. Finalmente, como en la teoría de las interacciones dinámicas en que se funda la compleja mecánica del boomerang operaron lo que se denominan “fuerzas parasitas” y “fuerzas de resistencia”, focalizadas en moderar, disciplinar y administrar los impulsos y fuerzas centrifugas de todas las demás. Podrían estar representadas en esta analogía por la resistencia a institucionalizar los cambios o por la decisión de preservar la vigencia de los pactos corporativos que condicionan y limitan como un ancla hundida en la arena la energía transformadora del sistema democrático.
La realidad actual es así la de presidentes como los que en Chile, Perú o Ecuador afrontan verdaderos plebiscitos sociales en contra. O la de quienes afrontan coyunturas paralizantes, como en los casos de Argentina o Brasil.
Presidentes sitiados por la sociedad. Paralizados por el empate entre sus coaliciones electorales de base, incapaces a su vez de generar coaliciones eficientes de gobierno y de superar así la parálisis de los parlamentos, las resistencias de los jueces y de los medios de comunicación social.
Presidentes incluso en conflicto abierto con una opinión publica cada vez más informada, en tiempo real y, por ello cada vez más escéptica, impaciente y ansiosa por expresar sus sentimientos y disidencias de fondo. Un estado de situación por completo opuesto al de aquella promesa inicial de los presidencialismos fundacionales, consagrada en las reformas constitucionales que abrieron paso a la transición democrática.