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¿Qué dice el cierre de listas sobre nuestros partidos?

05 julio de 2013

(Columna de Martín Alessandro / Twitter: @tin_alessandro)

Se observa una debilidad caracterizada por fronteras laxas, etiquetas poco valiosas y sellos efímeros

El cierre de listas del sábado 22 fue uno de los más entretenidos en mucho tiempo. El mismo día del cierre, algunos dirigentes eran mencionados de manera indistinta como potenciales candidatos en listas oficialistas, opositoras y, por llamarlas de algún modo, intermedias. Los mismos partidos podían integrar cada una de esas categorías en distintos distritos. Candidatos inesperados y extrapartidarios surgieron por doquier. Un enorme abanico de combinaciones era posible; un festín para los amantes del análisis y la predicción política.

Pero el entretenimiento de estas especulaciones no es, creo, un buen augurio para la toma de decisiones colectivas en nuestro sistema político porque denota una persistente debilidad de los partidos políticos y del sistema partidario, caracterizado por fronteras laxas, etiquetas poco valiosas y sellos de efímera duración. Existe bastante evidencia (por ejemplo, para los países latinoamericanos, en distintos artículos de Ernesto Stein, Mariano Tommasi y otros autores) sobre los efectos negativos de esta débil institucionalización partidaria en la calidad de las políticas adoptadas.

No pienso que esta relación sea determinista. Varios países han crecido durante años con partidos débiles. Estados Unidos se convirtió en la primera potencia mundial con partidos que por entonces eran poco ideológicos, indisciplinados y localistas, mientras los politólogos de ese país suspiraban por los sólidos y programáticos partidos europeos (tal vez porque estudiarlos fuera más simple). Además, la identificación de la relación causal entre el tipo de partidos y la calidad de las políticas es problemática; no es fácil determinar cómo cambiarían las políticas públicas en un país si sólo modificáramos su sistema de partidos (los politólogos tienen vedado ese tipo de experimentos, por suerte).

Soy, por eso, algo escéptico ante los argumentos más tajantes y lineales de esa literatura. De todas maneras, el argumento teórico y la evidencia empírica sugieren que existe al menos cierta vinculación entre partidos y políticas públicas. El acceso a los puestos de toma de decisión colectiva (en los poderes Ejecutivo y Legislativo a niveles nacional y subnacional) se realiza a través de partidos y, por lo tanto, es lógico que las características de éstos influyan en las decisiones tomadas en esos ámbitos. Por ejemplo, organizaciones partidarias que esperan ser duraderas en el tiempo tienen más incentivos para proponer políticas que sean temporalmente sustentables de manera de no dañar su reputación futura, mientras que sellos efímeros no tienen mayor interés en los resultados de mediano plazo. Por eso, la entretenida vorágine de este cierre de listas no parece demasiado saludable.

Es cierto que las elecciones primarias podrían haber incentivado la resolución de conflictos al interior de los partidos, disuadiendo las deserciones de corrientes minoritarias y la proliferación de nuevas etiquetas. Pero en la medida en que los partidos tengan escaso valor ante la sociedad (es decir, en la medida en que a un dirigente con buena imagen le resulte casi indistinto ser candidato de un partido establecido o de un sello creado ad hoc), difícilmente esa dinámica pueda evitarse. Es un equilibrio difícil de romper: como los partidos valen poco, los dirigentes no invierten en ellos, lo cual refuerza su debilidad. Uno podría pensar que estas debilidades en las listas legislativas, en el fondo, no son tan relevantes en un contexto de Ejecutivos fuertes que fijan los principales lineamientos de políticas.

Pero intuyo que partidos más institucionalizados también podrían mejorar los procesos de toma de decisiones al interior de los Ejecutivos. Es cierto que presidentes y gobernadores podrían estar más constreñidos por tales partidos, lo cual puede ser perjudicial en ciertos casos (Steve Levitsky, por ejemplo, ha argumentado que la flexibilidad del PJ, en comparación con la rigidez de Acción Democrática en Venezuela, permitió adoptar profundos cambios de políticas cuando eran necesarios).

Pero, como tendencia general, uno esperaría que cierta dosis de accountability intrapartidaria mejore la calidad de las medidas adoptadas o, al menos, limite la aprobación de aquellas que no superen un mínimo test de aceptación interna. Partidos institucionalizados pueden propiciar también redes y lazos informales que mejoren la coordinación entre distintas áreas de la administración pública y entre diferentes niveles de gobierno. En países federales, estos partidos pueden servir para integrar lo que, de otra manera, podría volverse una constelación fragmentada de organismos que adoptan políticas poco consistentes entre sí. Donde existen organizaciones partidarias duraderas, la socialización, la pertenencia compartida y la expectativa de una continuidad en los vínculos pueden operar como mecanismos informales que facilitan la coordinación, especialmente en países con múltiples niveles de gobierno imbricados en el proceso de políticas públicas.

La relación entre el tipo de partidos existente y los resultados de política pública, decíamos al comienzo, no es determinista. Buenas y malas políticas han sido adoptadas bajo diferentes formatos partidarios. Pero, en términos probabilísticos, parece que cierto tipo de organizaciones partidarias, y cierta dinámica de competencia entre ellas, son más favorables a producir políticas consistentes, sostenibles y técnicamente más sólidas que otros.

El cierre de listas, aunque tremendamente entretenido para adictos a la política (como quien escribe y, seguramente, como quien lee), no es demasiado alentador en este sentido.

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